Xenia
cerró la puerta. Se puso
la bufanda. Empezó a caminar hacia clase. Se dio prisa. Llegaba tarde. Y hacía
frío. Un frío seco y cortante. Xenia se encogió en la bufanda. Aceleró el paso.
Llegó puntual.
Incluso adelantada. El profesor aún no había aparecido. La clase era un caos.
Todo el mundo hablaba. Nadie estaba sentado. O bien sentado, al menos. Ella se
sentó. Sacó sus cosas y se quedó mirando por la ventana.
-¡Xenia! ¿Qué había de
deberes?
Era una compañera.
Xenia la miró fijamente.
-Nada.
-¿Seguro? ¿Estás segura?
Los ojos grises de
Xenia chispearon.
-Sí.
-¡Vale! -y la chica
se fue. En ese momento, entró el profesor. Todos corrieron a sus asientos.
Xenia suspiró. Como si no los hubiese visto. El profesor pareció pensar lo
mismo. Y suspiró también.
La clase pasó
lenta. Cada minuto era interminable. Xenia se sentaba junto a la ventana. La
ventana estaba cerrada. Pero hacía frío. El aire se colaba por las rendijas. Y
la ventana estaba fría. La pared estaba fría. Y el suelo. La silla estaba fría
y la mesa estaba fría. Xenia estaba fría. Fría.
La chica salió del
aula encogida. Nunca le había resultado tan larga una clase. Ni siquiera a
primera hora. Y, sin embargo, ahora tenía prisa. Llegaba tarde. Otra vez. Al
salir, alguien chocó con ella. Cayó al suelo ese alguien. Y varios libros
también. Xenia se quedó de pie. Y lo miró. Había chocado contra un chico. Más
bien el chico había chocado con ella.
Éste se incorporó. Era rubio, y algo menor que ella. Empezó a recoger sus
libros aparatosamente.
-¡Huy, huy! ¡Lo siento!
-balbuceó- Es que... -se le cayó un libro- No te había visto... -intentó
recogerlo tres veces, sin éxito- Y-yo... ehh... -al fin lo cogió- bueno, mi
mochila no anda muy bien... - se le cayeron dos libros más. Entonces, del
pasillo salió una chica de pelo castaño.
-Vamos, Demetrio,
date prisa. -apremió.
-¡Ya voy!
-protestó- Es que tengo... -recogió los libros, pero se le cayó otro- Porras...
-Demetrio, deja de
hacer el tonto -le reprochó la chica- Llegaremos tarde.
Xenia recordó entonces.
Ella también.
-Ha sido un
accidente -se excusó Demetrio. Puso al fin todos sus libros en un montón- Oye,
es que mi mochila... -y se giró- ¿Dónde está?
-¿Dónde está quién?
El chico miró en
todas direcciones.
-Esa chica. La
morena.
Xenia ya no estaba.
A la salida hacía
frío. Más frío. O eso le parecía a Xenia. Se apresuró. Tenía prisa. Llegaba
tarde. ¿Tarde, a dónde?
Paró a pensar. Realmente, no llegaba tarde a ninguna parte. Pero, aun así,
tenía prisa. Quizá por el frío. Y si no, porque aquella tarde tenía mucho que
hacer. Así que siguió caminando. No debía perder el tiempo.
Aquella tarde,
oscureció pronto. Xenia salió de casa. Iba abrigada hasta las orejas. Caminó
por las calles hasta llegar al casco antiguo. Allí hacía menos frío. Sólo un poco.
Siguió caminando por las calles. Y entonces, en unas más anchas, encontró un
mercadillo medieval. Había tenderetes iluminados y puestos de animales y
representaciones de teatro. Y hacía menos frío. Xenia se bajó un poco la
bufanda. Quería pasear por allí. Miró su reloj. Y se sobresaltó: no funcionaba.
Sintió prisa otra vez.
“Ya he acabado
todo lo que tenía que hacer esta tarde” pensó “Puedo estar un rato aquí”.
Fue hacia allí. Aunque no fuese a comprar nada. Al menos, podría
ver el mercado. Se paró ante un tenderete de adornos de plata. Le gustaba uno
con forma de copo de nieve. Tenía trocitos de cristal y hacía reflejos de luz.
Decidió comprarlo al final. Tal vez hubiese otras cosas que le gustaban. Se
giró. Y vio, en el tenderete de figuritas, a la chica castaña. La que iba con
aquel chico rubio torponcillo esa mañana. Xenia intentó que no la viesen. No le
apetecía. Pero la chica ya la había visto.
-¡Hola! -la saludó
acercándose. La siguió un chico. Era pelirrojo. -Hola -repitió- Tú eres la
chica que se ha chocado con Demetrio esta mañana, ¿verdad?
-No.
-¿Ah, no? -la chica
pareció confusa.
-No.
-¿Entonces?
-Él se ha chocado contra mí.
-Ah. -hubo un poco
de silencio. Entonces, la chica recobró el habla.- Yo soy Sylvia. Con y griega,
¿sabes?-volvió la
cabeza un momento. Miró al chico- Él es Lisandro.
-H-hola -saludó él
bajito. Luego miró a otro lado. Sylvia la miró a ella.
-¿Y tú cómo te
llamas?
-Xenia.
Sylvia intentó
decir algo. Entonces se calló. Y miró a Lisandro.
-Es un nombre muy inusual.
-dijo él.
-Ya lo sé
-respondió Xenia.
-Es un nombre
griego -añadió el chico. Xenia no sabía para quién lo dijo. Así que se calló.
Lisandro pareció incomodarse. Xenia miró alrededor.
-¿No ha venido?
-¿Quién? -preguntó
Sylvia.
-Demetrio. -dijo tajantemente.
-No -respondió Sylvia
algo cohibida. Xenia se sintió un poco mal. Pero Sylvia preguntaba con un tono
muy inocente. No le gustaba. No del todo.
-Demetrio tenía que
estudiar no sé qué... -informó Lisandro- Y adelantar algunos deberes.
-¿Adelantar? -dijo
Sylvia.- Deberes atrasados, supongo.
Lisandro se encogió
de hombros.
-Sí, supongo yo
también. Eres tú quien lo ha llamado.
-Bueno, sí,
pero....
-¿Y Xenia? -la
interrumpió Lisandro. Miró a todas partes. Sylvia también. No estaba.
Xenia volvía por
calles desiertas. Silenciosas. Oscuras. Las atravesaba encogida y con la mirada
fija. Pasaba por una calle donde las casas estaban más separadas. El cielo
estaba ya azul oscuro. Y entonces, una especie de destello blanco cruzó entre
las dos casas. Xenia se giró. Nada.
Avanzó un tramo más. Y, esta vez por la izquierda, el destello blanco
volvió a cruzar. Xenia miró. Nada otra vez. Aceleró un poco. Se empezaba a
asustar. Y al llegar al final de la calle, donde había un cruce, dos destellos
blancos salieron de ambos lados, volaron hacia Xenia, chocaron contra ella y se
alejaron hacia el otro lado. La chica cayó al suelo. Estaba mareada. Se puso de
pie.
-¡Hola! -le dijo
alguien.
Xenia casi se cayó
otra vez.
-Hola.
Era Demetrio.
Él la miraba sonriente
con sus ojos azules muy abiertos.
-Ahora te has caído
tú -le dijo. Lo dijo como si fuese algo curiosísimo. Divertidísimo. Curiosísimo
y divertidísimo, todo a la vez.
-¿Y qué?
Demetrio se encogió
de hombros.
-Bueno, pues que
tú.... es decir, yo... ayer, o anteayer, no sé... no me acuerdo.... uff, qué
mal estoy... bueno, pues eso, que yo me caí el otro día, y tu estabas, o
estuviste, al menos... y, en fin, ahora te caes tú y estoy yo. Estoy yo de pie
-aclaró.
-Ya. -le cortó
ella.
Hubo un momento de
silencio. Entonces Demetrio preguntó:
-¿Y por qué te has
caído?
-¿Tú que opinas?
Él se encogió de
hombros otra vez. Demetrio hablaba gesticulando mucho. Demasiado.
Exageradamente. Todo el hablar y el gesticular de Demetrio resultaba exagerado.
Luego miró a un lado. Luego al otro. Y luego a Xenia.
-¿No la habrás
visto, no? -le preguntó.
-¿A quién?
-Puesss... A Syl...
eees decir, a esa chica que vino conmigo el otro día, sí, aquel que me caí
porque me choqué contigo y entonces vino ella y me dijo que... pero, ¿sabes quién te
digo?
-Sylvia -cortó
Xenia.
-¡Sí, ella! ¿Pero es que tú la
conoces?
-Sí.
-¿Ah, sí? ¿Y de qué?
Aquel chico le
atacaba los nervios.
-Me la acabo de
encontrar.
-¿Ah, sí? ¿Dónde, dónde?
-preguntó mirando (exageradamente) a todas partes.
-En el mercado
medieval.
-¡Huy, sí, es
verdad! ¿Me estaba
esperando?
Xenia empezaba a
perder la paciencia. Se encogió de hombros.
-No.
-¿No? ¿Entonces?
-Estaba caminando
con un chico.
-¿Pelirrojo, no?
Ah, pues al final si que ha venido... -dijo más para sí mismo- ¡Vale, gracias! ¡Hasta otra!
Xenia lo vio
alejarse.
-Si es que la
hay...
Suspiró. Aún estaba
confusa. Decidió volver a casa. Caminó pensando. Pensando en aquellos destellos
blancos. No sabía qué eran. Ni de dónde habían salido. Ni siquiera los había
visto bien. No sabía nada. Y seguía
mareada. Menos mal que ya había llegado a casa. Al entrar, decidió ir a cenar
directamente.
Después de la cena,
Xenia empezó a retirar los platos. Entonces se paró. Fue a la nevera y sacó la leche.
Se puso en una taza y la calentó. Sentía frío otra vez. Fue a su cuarto. Y
entonces vio, en el alféizar de la ventana, un frasquito. Era un frasco redondo
y azul oscuro. Lo tenía allí para adornar. Xenia se sintió de repente algo
mareada. Empezó a ver borroso. Sintió frío. Los pies helados. La nariz también.
Y sin saber muy bien qué hacía, ni por qué, cogió su frasco y vertió la leche
caliente dentro. Colocó el frasco de nuevo en el alféizar de la ventana. Y se
fue a dormir.
Se despertó más
tarde. Era de noche. Fuera llovía. Una corriente de viento atravesó la
habitación. Se acercó a la ventana a comprobar que estaba cerrada. Lo que
comprobó fue que el frasco ya no estaba.
A la mañana
siguiente, Xenia se despertó fría. Fría y preocupada. No le apetecía ir al
instituto. Así que se dispuso a salir de casa con las botas, el gorro y la
bufanda. El frío era cortante y húmedo. Se metía en los ojos y las orejas.
Soplaba. Cortaba. Helaba. Y no parecía querer parar. Xenia caminaba
preocupadamente. Estaba segura de haber dejado el frasquito en la ventana. Y de
haberla cerrado. No se podía haber caído. También quería volver a la feria
medieval. Pero seguro que no tendría tiempo. No ahora. Un cartel se despegó de
su farola. Salió volando y chocó contra Xenia. Ella lo cogió. El cartel
anunciaba la feria medieval. Xenia respiró tranquila. La feria estaría allí
durante dos semanas. Podría volver. Quizá allí podría comprarse un nuevo
frasquito azul oscuro.
Xenia caminó hacia
su casa. Otra vez sentía prisa. No sabía por qué. Ya había salido del
instituto. Torció una esquina. Lo bueno de esas prisas es que acababa las cosas
antes. Pero luego seguía teniéndola. Eso le ponía tensa. Caminó por una calle
de casas pequeñas. Se sentía incómoda. Se sentía fría. Se sentía mal. Chocó
contra alguien.
-¡Hola otra vez!
Otra vez, sí. Otra
vez Demetrio. Xenia bufó.
-¿Qué haces tú
aquí?
Demetrio la miró.
-Pues entrar en mi
casa. Porque vivo aquí, ¿sabes?
Xenia apretó los
dientes. Aquel chico le ponía de los nervios. Miró la casa de enfrente de él.
Era una unifamiliar. Tenía un jardín diminuto. Un montón de gnomos y duendes de
piedra se amontonaban allí en equilibro imposible.
-¿Te gustan? -le
preguntó Demetrio de repente. Xenia dio un respingo. Luego resopló.
-Son ridículos
-respondió secamente.
-Ya lo sé -dijo él,
muy alegre- Pero son graciosos.
-¿Te parecen
ridículos pero son graciosos? ¿Eso cómo puede ser?
-Bueno, pues
porque... eeehh... -Xenia suspiró- Pues porque eso, porque se pueden ser las
dos cosas, ¿no? O bueno, no sé...
-¿No sabes? Entonces, ¿por qué los
tienes?
-En realidad, los
tiene mi madre -la miró y asintió- A ella le gustan.
De los nervios.
Aquel chico le ponía de los nervios, sí, completamente.
-¿Tienes frío? -le
preguntó Demetrio entonces.
-Sí, ¿por qué?
-Pues porque
tiemblas, y eso que vas abrigada, muy abrigada en realidad, sí. ¿Quieres un
chocolate?
Xenia dudó. Tenía
frío. Pero Demetrio le ponía nerviosa. Prácticamente le incomodaba. No sabía
qué hacer.
-No -dijo- Me voy.
Bajó por la calle.
Caminaba deprisa. Intentaba pensar con claridad. Se sentía mal. No solo por
aquellas prisas suyas tan raras, y todo aquel frío. Quizá se había pasado con
Demetrio. Cierto que le incomodaba. Pero aun así... Llegó a una calle ancha.
Xenia siguió recto. La calle estaba oscura. Xenia pisó con fuerza. Hacía un
viento cortante. Y seco. Pero no fuerte. Era suave. Era sólo una brisa. Pero
una brisa cortante y seca. Una brisa muy rara. Ni en invierno era normal esa
brisa. Y eso que aún era otoño. Xenia lo recordó de pronto. Aún era otoño. Pero
tenía mucho frío. Demasiado. Fue a girar una esquina. Entonces, por detrás,
algo se movió. Xenia se dio la vuelta. Ese algo cruzó la esquina por detrás de
ella. Era el destello blanco otra vez. Xenia se alejó de la esquina, asustada.
El destello blanco salió de detrás de una casa, y fue directo hacia ella. Xenia
caminó hacia atrás, pero entonces otro destello blanco se le acercó volando, y
ambos chocaron contra ella, dieron vueltas en espiral a su alrededor y se
perdieron en la oscuridad. Xenia se
quedó de pie, tambaleándose. Mareada otra vez. Echó a andar hacia su casa. Ahora
estaba aún más confundida que antes. Ahora pensaba con menos claridad. Pero al
entrar en su habitación, se quedó mirando su calendario. Estaba puesto a un
lado de su escritorio. Xenia se acercó. Y se dio cuenta de que aún era otoño,
pero que faltaban dos días para el Solsticio de Invierno. Xenia sacudió la
cabeza. ¿Y a ella qué le
importaba el Solsticio de Invierno? Se desabrigó y bajó a cenar.
-Mamá -le preguntó
Xenia cenando- ¿Has visto mi frasco azul?
-¿Qué frasco azul?
-Pues ese redondo
que tenía de adorno. En la ventana.
-¡Ah, ese!
-¿Sabes dónde está?
-Pues no. ¿Cómo iba a
saberlo?
Xenia tomó un poco
más de sopa.
-Yo qué sé...
Se quedó pensando.
Miraba la sopa y la cuchara llenarse. Seguía pensando en el Solsticio. No sabía
por qué. En el fondo, ¿qué más le daba? Pero inconscientemente, seguía pensando en él.
En que solo faltaban dos días.
-Mamá -preguntó
otra vez- ¿va a nevar?
Su madre la miró.
-¿Nevar? No, qué
va. Tenemos el mar demasiado cerca. Además, haría tanto frío que no apetecería
salir. Nos quedaríamos recogiditos dentro de casa.
-Como los
escarabajos.
-No exactamente,
porque los escarabajos vuelan al atardecer. Más bien como los caracoles.
Recogiditos y escondidos.
Xenia entonces se
dio cuenta de algo.
-Mamá, ¿tienes mucho frío
últimamente?
-No más de lo
normal. ¿Por?
Xenia miró su
plato.
-Yo sí.
-Bueno, a lo mejor
sólo es un constipado o el estrés. ¿Por eso
preguntabas lo de la nieve?
Xenia no lo
preguntaba por eso. No sabía exactamente por qué lo había preguntado. Sólo
sabía que no era por eso. Pero aun así, asintió. Terminó de cenar y se levantó
a retirar la mesa. Su madre dijo que vería la tele un rato. Xenia llevó los
platos a la cocina. Los vació y cargó el lavavajillas. Y se quedó parada
mirando el congelador. Sintió otra vez frío. Otra vez los pies helados. Y la
nariz. Otra vez, mareo. Pero, a pesar de todo, abrió el congelador. Rascó unos
trozos del hielo de las paredes. Cogió un poco del polvillo de hielo de los
estantes. Luego lo puso todo en una bandeja. Subió a su habitación y la colocó
en el alféizar de la ventana. Y la cerró.
Aquella noche no
hizo viento. Pero sí mucho frío. Xenia se levantó en mitad del sueño y salió al
balcón. Allí había una maceta ancha llena de agua. Ella se acercó. El agua se
había helado. Xenia despegó los bordes con una paleta. Sólo se había helado la
superficie. Cogió aquel círculo de hielo y lo llevó a su habitación. Abrió la
ventana y lo colocó junto a los trocitos del congelador. Y cerró otra vez la ventana.
A la mañana
siguiente, Xenia se asomó a la ventana. Estaba cerrada. Pero la bandeja con el
hielo había desaparecido.
Xenia no se lo
explicaba. De camino al instituto iba dándole vueltas a las cosas. ¿Por qué había
puesto leche y hielo en la ventana? ¿Para qué? ¿Por qué sentía tanto frío? Su
madre le había dicho que no hacía
mucho frío. Pero ella sí tenía mucho
frío. Decidió que aquella tarde iría al mercado medieval.
A la salida, Xenia
cogió el camino de las casas pequeñas. Caminaba distraída, Entonces, oyó una
voz por detrás de ella.
-¡Hola, hola! ¿Qué haces por
aquí otra vez?
Xenia cogió aire.
¡Otra vez él! ¡Otra vez! ¿Pero cómo hacía
para chocarse con ella en todas las esquinas?
-Pues mira -le contestó con malos modos-
Resulta que me estoy yendo a mi casa.
Demetrio la miró por unos momentos.
-¿Seguro?
-Sí, ¿por qué?
-Seguro que sigues teniendo frío. ¿No quieres un
chocolate?
-No.
-Si no te gusta el chocolate, también
tengo caf...
-He dicho que no -le cortó de mala
manera.
A Demetrio no pareció gustarle.
-¡Bueeeno, vale! -gritó agitando los
brazos- ¡Tampoco hace
falta que te pongas así!
A Xenia aquello le empezaba a resultar
incoherente.
-¿Cómo que “así”? ¿Y qué pasa porque te diga que no? No es obligatorio
aceptar una invitación. Y deja de gritarme.
-¡Yo no te estoy gritando! -respondió él,
tan alto que le salió un gallo.
-¿Ah, no? ¿Y qué haces, entonces?
-¡Puesssmm...! -Demetrio la miró. Y Xenia
se cruzó de brazos y levantó una ceja.- ¡Oye, deja de hacer eso, que me estás
poniendo nervioso!
-¿Que yo
te pongo nervioso a ti? -respondió
Xenia- ¡Esto es el colmo!
Pero si eres tú el que me pone nerviosa. ¡Sin parar! No
dejas de gesticular, de mover los brazos y de hacer preguntas tontas. Y ahora
me vienes con discusiones incoherentes.
-¡Pues yo no tengo la culpa! -se defendió
él, encogiéndose de hombros.
Xenia y Demetrio se miraron un momento.
-Bueno, pues si no hay nada más que
decir, me voy.
-¿Entonces no prefieres café? -dijo
Demetrio bajito.
A Xenia le pareció que no le había
sentado nada bien la discusión. Pero aun así se fue sin mirarlo. Torció una
esquina. Tal vez había exagerado un poco. Pero también había exagerado él. Se
paró. ¿A dónde iba? ¡Ah, ya! ¡Al mercado
medieval! Se giró. Quizá no lo hiciese a propósito, el ponerla nerviosa. Pero
tampoco hacía falta perder la paciencia tan pronto. Ahora iba por las calles
anchas y oscuras de la otra vez. Xenia caminó hasta el cruce. Pensaba en aquel
colgante con forma de cristal de nieve. ¿Podría comprárselo? ¿Y su botellita
azul? ¿Podría comprarse
una nueva? No se dio cuenta de que un haz blanco pasaba entre dos casas. Luego,
otro. El tercero pasó enfrente de ella. Xenia se paró. Otro cruzó por detrás.
Xenia empezó a asustarse. Los haces eran los destellos blancos de las otras
veces. Los destellos cruzaron otra vez, por delante, por detrás, por todos
lados. Empezó a soplar un viento helado. Le levantaba el pelo y le enfriaba
todo el cuerpo. Entonces, los destellos blancos salieron de las esquinas y
fueron volando hacia ella. Xenia, entonces, logró reaccionar y se agachó
cubriéndose la cabeza con los brazos. Los destellos blancos se juntaron, sin
llegar a chocar, y dieron vueltas en espiral entre sí. Xenia se levantó y
corrió a una esquina, pero los destellos parecieron verla, porque se desliaron
y volaron hacia ella también. Xenia volvió al medio de la calle y los destellos
volvieron hacia ella. Xenia volvió a agacharse, pero alargó un brazo y asió uno
de los destellos. Descubrió entonces que lo que había cogido era la punta de
una túnica. Aquel destello se posó en el suelo y poco a poco fue tomando la
forma de una mujer. Xenia miró a su alrededor. Todos los destellos empezaban a
tomar una forma más bien de neblina y esta, a su vez, de mujer. Eran jóvenes.
Pálidas. Con el cabello casi blanco, que se movía aunque no hacía viento. Había
cinco. Xenia se las quedó mirando.
-¿Qué miras? -le preguntó una. Tenía una
voz suave. Como un susurro.
-¿Quiénes sois? -les preguntó. Aquellas
mujeres se miraron.
-¿No lo sabes? -preguntó otra, mientras se
deslizaba a su alrededor. Aquellas mujeres no caminaban. Se deslizaban. O
volaban.
-Somos veelas -respondió entonces otra.
-¿Qué sois qué?
-Veelas -repitió- ¿No sabes lo que
son?
Xenia negó con la cabeza.
-Somos como ninfas.
-¿Ninfas? Eso no puede ser.
-Pues lo es.
-¿Y qué queréis? ¿Sois vosotras las
que me habéis estado siguiendo estos días? ¿Las que me habéis mareado? ¿Por qué me
seguís?
-Porque querríamos pedirte un favor.
-¿Un favor? ¿Y me habéis estado siguiendo todo
este tiempo para pedírmelo? ¡Qué amables!
Las veelas rieron un poco.
-En realidad -dijo una- ya nos has hecho
dos.
Xenia recordó entonces la leche caliente
y los trozos de hielo.
-¿Me habéis hecho coger y daros el hielo y
la leche para vosotras?
-Eso es.
Xenia se sintió enfadada. Y ofendida.
-¿¡Me habéis estado utilizando todo este
tiempo?! ¿¡Y para qué?! ¡Exijo saberlo!
Las veelas se miraron. Parecían más
inseguras esta vez. Una de ellas se deslizó hasta ella.
-Verás, pequeña...
-Yo no soy pequeña -le espetó- Trátame con respeto.
La veela calló por un momento. Luego
continuó:
-Existe una Rueda, la Rueda de los Días, por la
que se rigen las estaciones, las horas de luz y oscuridad y los días de frío o
calor.
Otra veela se deslizó hacia ella.
-Si la Rueda se descompasa, eso provoca inestabilidades,
y los días se alargan o se acortan, y las horas de luz y oscuridad, o de frío y
calor se alargan o se acortan también.
Una tercera veela se adelantó:
-Nosotras debemos estabilizar el
Invierno.
-Ya -respondió Xenia- ¿Y yo que pinto en
todo esto? ¿No os las podíais apañar vosotras solitas?
-Lo cierto es -continuó la veela- qu hay
personas que sienten esas inestabilidades en la Rueda de los Días. Y creo
que tú eres una de esas personas. Lo eres, ¿verdad?
Xenia pensó. ¿Qué efectos
podría haberle causado esa Rueda?
-Si entre esos efectos está el sentir
demasiado frío y tener prisas sin razón, entonces, sí.
Las veelas asintieron.
-Bien. Entonces, ¿nos ayudarás?
Xenia resopló.
-¡No! Pero bueno, ¿creéis que os voy
a ayudar así, por las buenas, después de que me hayáis utilizado? ¿Para qué narices
necesitabais leche y hielo? ¿No podíais haberlo cogido vosotras?
Otra veela se deslizó hacia ella.
-Para reestabilizar el Invierno, debemos
reunir las Esencias del Tiempo-Xenia levantó una ceja- esencias características
de la estación, relacionadas con el sabor el olor y la vista.
-Por eso -explicó otra- Te hicimos coger
leche caliente y hielo para las esencias del gusto y la vista. Ya sólo nos
falta el olor.
-Y hay que darse prisa -dijo una más-
Hay que tenerlas antes del Solsticio de Invierno.
-Ya, bueno. Pues la última esencia os la
cogeréis vosotras solitas. -y se dio la vuelta para irse. Pero entonces, las
veelas volaron hasta colocarse delante de ella.
-¡Espera! Por favor, ayúdanos. No conocemos
a ninguna otra persona que note las inestabilidades de la Rueda.
-Somos demasiado etéreas para conseguir
algunas de esas esencias.
Xenia suspiró.
-¿Y no podíais haberlo pedido por favor
desde el principio, como ahora?
Las veelas parecieron un poco
avergonzadas.
-No es seguro que nos vean los humanos.
Era más fácil para nosotras así. Además, aunque ibas sola, si nos llega a ver
un chico...
-Si os llega a ver un chico, ¿qué?
-Lo hubiésemos dejado en trance. Se
hubiese quedado embobado, aunque nosotras no quisiéramos.
Xenia se acordó de Demetrio. Pero en
seguida pensó que no venía a cuento para nada. Suspiró.
-¿Y cómo os puedo ayudar yo?
-Sólo dinos qué podemos usar como
esencia del olor.
-De acuerdo, pero a cambio, quiero que
me devolváis mi frasco azul.
Xenia pensó. El invierno era demasiado
frío para tener un olor. Pero entonces
pensó en los abrigos. Y en la calefacción. Y en lo que podía mantener el calor
en invierno.
-Las cosas que dan calor tienen un
olorcillo especial -dijo a las veelas- Supongo que es ese.
Ellas asintieron. Una sacó un frasco
vacío. Otra, su frasco azul con la leche. Otra, la bandeja con el hielo. La del
frasco vacío se alejó volando. Al cabo de unos minutos, volvió. El frasco parecía lleno de una neblina. La
neblina danzaba y tomaba diferentes colores. La veela del frasco azul se lo
devolvió. Colocaron las esencias juntas (la leche trasladada a otro frasco). Y
todas las veelas empezaron a volar en círculos. Xenia se apartó. Entonces, vio
cómo las esencias se fundían en una niebla de colores blancos, azules y
violetas. Xenia sintió que el frío menguaba. Ya no tenía prisa. Podía ir al
mercado medieval tranquila. Respiró. El Invierno ya estaba bien. Alguien la
tocó en el hombro.
-Esto es tuyo -dijo la veela
devolviéndole el frasco.
-Gracias.
-¡Hasta otra! -se despidieron ellas. Y se
alejaron volando.
-¡Hasta otra! -les dijo Xenia, agitando la
mano. Decidió volver al mercado medieval. Subió por la calle, hasta el puesto
de las bufandas. Empezó a pasear por allí, sin prisas. Torció por la esquina,
camino del puesto de los adornos de plata. Y alguien chocó contra ella. Un
montón de libros se desparramaron por el suelo.
-¡Huy, huy! ¡Lo siento! -balbuceó- Es
que... Es que creo que llevo demasiados... -era Demetrio. Volvía a intentar
cogerlos del suelo sin éxito- No-no te he visto -consiguió coger uno- Perdona,
es que mi mochila, ¿sabes?... -se le cayeron dos más, y se agachó otra vez. Xenia
sonrió. Tal vez aquel chico la pusiese de los nervios, o incluso la incomodara
un poco. Pero no lo hacía aposta. Y puede que también fuese algo torpón, pero
era graciosillo, y tampoco lo hacía a propósito. Se agachó y le cogió unos
cuantos libros.
-No pasa nada -le dijo- Ya te ayudo si
quieres.
Demetrio la miró, algo perplejo.
-¿De verdad? Yo pensaba que te habías
enfadado.
-Bueno, sí. Y lo siento. Supongo que me
pasé un poco.
-No te preocupes -Demetrio le dio una
palmadita en la espalda, a pesar de que Xenia era un poco más alta que él- A
veces, me pongo un poco pesado. O eso me dicen.
Xenia se rió. Al pasar por el puesto de
los adornos de plata, pararon. El colgante del copo de nieve aún estaba allí.
Xenia lo compró.
-Oye, ¿me dejas ponértelo? -preguntó
Demetrio. Xenia asintió. Él le puso el colgante (con un poco de desgarbo) y le
preguntó- Entonces, ¿sigues teniendo frío? -Xenia sonrió y asintió- ¿Te apetece un
chocolate?
-Vale.
Y se fueron paseando por el mercado medieval
a por un chocolate, o dos. Porque ya era Invierno.