La Brújula Despistada

La Brújula Despistada
La Brújula Despistada.

lunes, 31 de diciembre de 2012

¡Feliz Año Nuevo!

              En el calendario siempre se marca el día 1 de Enero. Año Nuevo, todos lo sabemos, es un día especial. Se estrena el año, tomas doce uvas como puedes, brindas con champán, te quedas despierto hasta tarde (aunque te manden a la cama)...
       Lo que muchas veces se pasa por alto es lo extraño que resultan ese día y el anterior, el 31 de Diciembre. El 31 de Diciembre, muchas veces vuelves de ver la Carrera de San Silvestre, un evento al que, vayas como vayas, pasas desapercibido, porque es una auténtica noche de locos, una noche en la que Caperucita, Jack Sparrow, Papá Noel, Mary Poppins, los Reyes Magos, Peter Pan y el vecino, entre (muchos) otros, corren una carrera juntos, una carrera en la que se está permitido correr a pie, descalzo, con patines, en patinete y hasta llevando al perro. Pero lo que se vuelve extraño y hasta confuso es la noción del tiempo el 31 de Diciembre. Es una noche en la que decir "hasta mañana", "hasta el año que viene" o "hasta dentro de un cuarto de hora" es decir lo mismo, en la que decir "hasta luego", "hasta el mes que viene" y "hasta el año que viene" es lo mismo. Prácticamente todas las medidas de tiempo se vuelven lo mismo. El año se acaba y empieza otro tan deprisa que tienes más tiempo para pedir un deseo con las velas de cumpleaños que con la entrada del año. Además, el 1 de Enero es el único día del año (o quizá la única semana del año) en la que puedes comer sobras del año pasado.
         Y sabiendo todo eso, y habiendo probablemente acabado de enredar la madeja, solo me queda decir, sin más dilación

              ¡¡¡¡¡FELIZ AÑO NUEVO!!!!!


                                          

martes, 25 de diciembre de 2012

Un Detallito...

Esta entrada es en realidad un pequeño regalito navideño bloggero para mis seguidoras, para felicitarles por estas Navidades.


                                         Brindo por vosotras:

¡FELIZ NAVIDAD!


lunes, 24 de diciembre de 2012

Navidad.

Hoy, día 24 de Diciembre, es Nochebuena, así que imagino que a estas alturas ya tendréis todos vuestra casa adornada para Navidad. Aquí tenéis los orígenes e historias de los elementos más típicos de estas fechas:

Bolas de Navidad: Empezaron siendo manzanas doradas en Centroeuropa, hasta que Justus Liebig, en 1870, inventó un método para cubrir el interior de las bolas de cristal de plata. Desde entonces, estas bolas, también llamadas bambalinas en algunos sitios, son el adorno navideño por excelencia, y representan los dones que Dios da a los seres humanos.
Árboles de Navidad: Son abetos, árboles que simbolizan la vida, al ser de hoja perenne. Los primeros en adornar uno fueron los alemanes del siglo XVI. Y la primera vez que llegó a España fue en 1870, cuando una mujer rusa, Sofía Trubetskaya, que se casó en segundas nupcias con un aristócrata español, lo trajo aquí  al pasar sus primera navidades en España.
Guirnaldas: Antiguamente se hacían con hierbas, ramas y flores, pero actualmente lo que predomina es el espumillón, que está hecho de papel o plástico desaliñado. El espumillón se inventó en Nuremberg (Alemania) en 1610, y estaba hecho de plata rallada. 
Muérdago:  La planta mágica más conocida y venerada, ha sido considerada durante mucho tiempo como beneficiosa y remedio casi universal, sobretodo por los druidas; aunque, como la belladona, resulta peligrosa en altas dosis (tóxica) es una planta diurética e hipotensora. Su aceite servía en la Edad Media para repeler lobos, y también tiene propiedades mágicas: los celtas lo relacionaban con la fertilidad y el amor. El muérdago debe cogerse cuando la luna tiene seis días, con una hoz de oro y sin que caiga al suelo, además de hacer una reverencia y pedir permiso a la planta. De no hacerla, se sufrirían todo tipo de males. Se trata de una planta semiparásita, que crece sobre otros árboles. El muérdago más valioso es el que crece sobre un roble. Por eso la leyenda dice que sus poderes provienen de que no está ni en el cielo ni en la tierra. Hasta nosotros ha llegado la tradición de besarse si una pareja se encuentra debajo de él: el muérdago puede hacer perdurar su amor o incluso iniciarlo.
Acebo: Esta planta se ha usado desde siempre como medicinal, por las propiedades purgantes de sus frutos; además, sus hojas son muy diuréticas, rebajan la fiebre y también pueden usarse como tonificantes macerándolas con vino. Al dar sus frutos en invierno, es un alimento para muchos animales, los celtas lo consideraban atrayente de la suerte y la prosperidad, y era utilizado en el Solsticio de Invierno y también, tradicionalmente, como un adorno navideño.
Hiedra: En algunos sitios, la hiedra también se usa como elemento decorativo, ya que guarda cierto simbolismo: amor verdadero y fidelidad.
Calcetines: Tradicionalmente los cuelgan los niños en la chimenea para que Papá Noel les deje una propinilla. La costumbre tiene su origen en la leyenda de un hombre viudo. Sus tres hijas estaban enamoradas y querían casarse, pero eran tan pobres que no podía darles dote. San Nicolás, que se enteró, decidió ayudarles al comprobar que el amor de las tres hijas era verdadero, y una noche, dejó caer unas monedas de oro por la chimenea, que fueron a caer dentro de los calcetines que las hijas habían colgado para secarlos.
Luces: Antiguamente, en los países nórdicos se decoraba el árbol y otros lugares con velas encendidas. Aunque, desde luego, la luz era más bonita, se acabó sustituyendo por la luz eléctrica para evitar accidentes.
 
Dulces: algo muy característico, y que por supuesto no puede faltar, son los dulces: los turrones son de origen árabe, aunque ahora se fabrican sobre todo en Alicante, Valencia, Jijona y Casinos (Comunitat Valenciana); el mazapán, también de probable origen árabe (aunque aún se discute). Tanto el turrón  como el mazapán tienen como ingredientes principales la miel y las almendras. Las peladillas (o pelaíllas) son almendras confitadas tradicionales de la Comunidad Valenciana. También hay frutas desecadas: dátiles, pasas y orejones. Pero el dulce estrella español es, por supuesto, el polvorón. Sus ingredientes principales son la harina, la manteca, el azúcar y, por supuesto, la almendra (algo que lo distingue de los mantecados, que no la llevan). 
Bastoncillos de Caramelo: Su origen no está nada claro. Algunos dicen que lo inventaron unos religiosos franceses del siglo XV, y que al principio era recto y completamente blanco. Más tarde, un maestro del coro de la Catedral de Colonia le habría dado forma de bastón, para que se pareciese al de los pastores, para repartirlo después a los niños. Otra teoría es que una mujer sueca los fabricaba siguiendo una receta de un viajero de Cerdeña para mantenerse ella y su hija. Las bandas rojas, según otra teoría, no habrían aparecido hasta el siglo XX. Esta costumbre de colocar bastoncillos de caramelo en el árbol no es muy antigua. Antes de los bastoncillos, se decoraba el abeto con frutas.
Villancicos: Empezaron siendo composiciones simples de la lírica medieval popular castellana, de tema variado y pocas veces religioso o navideño. En aquel entonces, un villancico consistía en una composición simple de una estrofa, una mudanza a modo de estribillo y una estrofa nueva. Más tarde, se decidió que los villancicos serían de temática navideña, y de temática navideña quedaron.
El Belén: El invento de las bonitas figuritas navideñas se lo debemos a san Francisco de Asís, un santo que, al volver de su viaje a Tierra Santa, pensó que, si se hacían figura de la muerte y resurrección de Jesús, por qué no podían hacerse también de su nacimiento. Así que inventó el primer belén, pero también, como la mayoría de la gente del pueblo no sabía leer, inventó otra cosa: el belén viviente. Es decir, un belén formado por personas. No por personas paradas y quietas como estatuas, sino una representación teatral de los acontecimientos del Nacimiento. Así, de paso, también contribuyó a la variedad de géneros del teatro.
Este es mi belén: 












sábado, 22 de diciembre de 2012

La Opción B.

Estas son las otras opciones que tenía para poner en la foto de Solsticio de Invierno:








Bueno, ¿qué decís? ¿Hay alguna que os guste más?

viernes, 21 de diciembre de 2012

La Rueda de los Días.

Solsticio de Invierno.

Xenia cerró la puerta. Se puso la bufanda. Empezó a caminar hacia clase. Se dio prisa. Llegaba tarde. Y hacía frío. Un frío seco y cortante. Xenia se encogió en la bufanda. Aceleró el paso.
        Llegó puntual. Incluso adelantada. El profesor aún no había aparecido. La clase era un caos. Todo el mundo hablaba. Nadie estaba sentado. O bien sentado, al menos. Ella se sentó. Sacó sus cosas y se quedó mirando por la ventana.
        -¡Xenia! ¿Qué había de deberes?
        Era una compañera. Xenia la miró fijamente.
        -Nada.
        -¿Seguro? ¿Estás segura?
        Los ojos grises de Xenia chispearon.
        -Sí.
        -¡Vale! -y la chica se fue. En ese momento, entró el profesor. Todos corrieron a sus asientos. Xenia suspiró. Como si no los hubiese visto. El profesor pareció pensar lo mismo. Y suspiró también.
        La clase pasó lenta. Cada minuto era interminable. Xenia se sentaba junto a la ventana. La ventana estaba cerrada. Pero hacía frío. El aire se colaba por las rendijas. Y la ventana estaba fría. La pared estaba fría. Y el suelo. La silla estaba fría y la mesa estaba fría. Xenia estaba fría. Fría.
        La chica salió del aula encogida. Nunca le había resultado tan larga una clase. Ni siquiera a primera hora. Y, sin embargo, ahora tenía prisa. Llegaba tarde. Otra vez. Al salir, alguien chocó con ella. Cayó al suelo ese alguien. Y varios libros también. Xenia se quedó de pie. Y lo miró. Había chocado contra un chico. Más bien el chico había chocado con ella. Éste se incorporó. Era rubio, y algo menor que ella. Empezó a recoger sus libros aparatosamente.
        -¡Huy, huy! ¡Lo siento! -balbuceó- Es que... -se le cayó un libro- No te había visto... -intentó recogerlo tres veces, sin éxito- Y-yo... ehh... -al fin lo cogió- bueno, mi mochila no anda muy bien... - se le cayeron dos libros más. Entonces, del pasillo salió una chica de pelo castaño.
        -Vamos, Demetrio, date prisa. -apremió.
        -¡Ya voy! -protestó- Es que tengo... -recogió los libros, pero se le cayó otro- Porras...
        -Demetrio, deja de hacer el tonto -le reprochó la chica- Llegaremos tarde.
        Xenia recordó entonces. Ella también.
        -Ha sido un accidente -se excusó Demetrio. Puso al fin todos sus libros en un montón- Oye, es que mi mochila... -y se giró- ¿Dónde está?
        -¿Dónde está quién?
        El chico miró en todas direcciones.
        -Esa chica. La morena.
        Xenia ya no estaba.
        A la salida hacía frío. Más frío. O eso le parecía a Xenia. Se apresuró. Tenía prisa. Llegaba tarde. ¿Tarde, a dónde? Paró a pensar. Realmente, no llegaba tarde a ninguna parte. Pero, aun así, tenía prisa. Quizá por el frío. Y si no, porque aquella tarde tenía mucho que hacer. Así que siguió caminando. No debía perder el tiempo.
        Aquella tarde, oscureció pronto. Xenia salió de casa. Iba abrigada hasta las orejas. Caminó por las calles hasta llegar al casco antiguo. Allí hacía menos frío. Sólo un poco. Siguió caminando por las calles. Y entonces, en unas más anchas, encontró un mercadillo medieval. Había tenderetes iluminados y puestos de animales y representaciones de teatro. Y hacía menos frío. Xenia se bajó un poco la bufanda. Quería pasear por allí. Miró su reloj. Y se sobresaltó: no funcionaba. Sintió prisa otra vez.
        Ya he acabado todo lo que tenía que hacer esta tarde pensó Puedo estar un rato aquí”.
Fue hacia allí. Aunque no fuese a comprar nada. Al menos, podría ver el mercado. Se paró ante un tenderete de adornos de plata. Le gustaba uno con forma de copo de nieve. Tenía trocitos de cristal y hacía reflejos de luz. Decidió comprarlo al final. Tal vez hubiese otras cosas que le gustaban. Se giró. Y vio, en el tenderete de figuritas, a la chica castaña. La que iba con aquel chico rubio torponcillo esa mañana. Xenia intentó que no la viesen. No le apetecía. Pero la chica ya la había visto.
        -¡Hola! -la saludó acercándose. La siguió un chico. Era pelirrojo. -Hola -repitió- Tú eres la chica que se ha chocado con Demetrio esta mañana, ¿verdad?
        -No.
        -¿Ah, no? -la chica pareció confusa.
        -No.
        -¿Entonces?
        -Él  se ha chocado contra mí.
        -Ah. -hubo un poco de silencio. Entonces, la chica recobró el habla.- Yo soy Sylvia. Con y griega, ¿sabes?-volvió la cabeza un momento. Miró al chico- Él es Lisandro.
        -H-hola -saludó él bajito. Luego miró a otro lado. Sylvia la miró a ella.
        -¿Y tú cómo te llamas?
        -Xenia.
        Sylvia intentó decir algo. Entonces se calló. Y miró a Lisandro.
        -Es un nombre muy inusual. -dijo él.
        -Ya lo sé -respondió Xenia.
        -Es un nombre griego -añadió el chico. Xenia no sabía para quién lo dijo. Así que se calló. Lisandro pareció incomodarse. Xenia miró alrededor.
        -¿No ha venido?
        -¿Quién? -preguntó Sylvia.
        -Demetrio. -dijo tajantemente.
        -No -respondió Sylvia algo cohibida. Xenia se sintió un poco mal. Pero Sylvia preguntaba con un tono muy inocente. No le gustaba. No del todo.
        -Demetrio tenía que estudiar no sé qué... -informó Lisandro- Y adelantar algunos deberes.
        -¿Adelantar? -dijo Sylvia.- Deberes atrasados, supongo.
        Lisandro se encogió de hombros.
        -Sí, supongo yo también. Eres tú quien lo ha llamado.
        -Bueno, sí, pero....
        -¿Y Xenia? -la interrumpió Lisandro. Miró a todas partes. Sylvia también. No estaba.
        Xenia volvía por calles desiertas. Silenciosas. Oscuras. Las atravesaba encogida y con la mirada fija. Pasaba por una calle donde las casas estaban más separadas. El cielo estaba ya azul oscuro. Y entonces, una especie de destello blanco cruzó entre las dos casas. Xenia se giró. Nada.  Avanzó un tramo más. Y, esta vez por la izquierda, el destello blanco volvió a cruzar. Xenia miró. Nada otra vez. Aceleró un poco. Se empezaba a asustar. Y al llegar al final de la calle, donde había un cruce, dos destellos blancos salieron de ambos lados, volaron hacia Xenia, chocaron contra ella y se alejaron hacia el otro lado. La chica cayó al suelo. Estaba mareada. Se puso de pie.
        -¡Hola! -le dijo alguien.
        Xenia casi se cayó otra vez.
        -Hola.
        Era Demetrio.
        Él la miraba sonriente con sus ojos azules muy abiertos.
        -Ahora te has caído tú -le dijo. Lo dijo como si fuese algo curiosísimo. Divertidísimo. Curiosísimo y divertidísimo, todo a la vez.
        -¿Y qué?
        Demetrio se encogió de hombros.
        -Bueno, pues que tú.... es decir, yo... ayer, o anteayer, no sé... no me acuerdo.... uff, qué mal estoy... bueno, pues eso, que yo me caí el otro día, y tu estabas, o estuviste, al menos... y, en fin, ahora te caes tú y estoy yo. Estoy yo de pie -aclaró.
        -Ya. -le cortó ella.
        Hubo un momento de silencio. Entonces Demetrio preguntó:
        -¿Y por qué te has caído?
        -¿Tú que opinas?
        Él se encogió de hombros otra vez. Demetrio hablaba gesticulando mucho. Demasiado. Exageradamente. Todo el hablar y el gesticular de Demetrio resultaba exagerado. Luego miró a un lado. Luego al otro. Y luego a Xenia.
        -¿No la habrás visto, no? -le preguntó.
        -¿A quién?
        -Puesss... A Syl... eees decir, a esa chica que vino conmigo el otro día, sí, aquel que me caí porque me choqué contigo y entonces vino ella y me dijo que... pero, ¿sabes quién te digo?
        -Sylvia -cortó Xenia.
        -¡Sí, ella! ¿Pero es que tú la conoces?
        -Sí.
        -¿Ah, sí? ¿Y de qué?
        Aquel chico le atacaba los nervios.
        -Me la acabo de encontrar.
        -¿Ah, sí? ¿Dónde, dónde? -preguntó mirando (exageradamente) a todas partes.
        -En el mercado medieval.
        -¡Huy, sí, es verdad! ¿Me estaba esperando?
        Xenia empezaba a perder la paciencia. Se encogió de hombros.
        -No.
        -¿No? ¿Entonces?
        -Estaba caminando con un chico.
        -¿Pelirrojo, no? Ah, pues al final si que ha venido... -dijo más para sí mismo- ¡Vale, gracias! ¡Hasta otra!
        Xenia lo vio alejarse.
        -Si es que la hay...
        Suspiró. Aún estaba confusa. Decidió volver a casa. Caminó pensando. Pensando en aquellos destellos blancos. No sabía qué eran. Ni de dónde habían salido. Ni siquiera los había visto bien. No sabía nada.  Y seguía mareada. Menos mal que ya había llegado a casa. Al entrar, decidió ir a cenar directamente.
        Después de la cena, Xenia empezó a retirar los platos. Entonces se paró. Fue a la nevera y sacó la leche. Se puso en una taza y la calentó. Sentía frío otra vez. Fue a su cuarto. Y entonces vio, en el alféizar de la ventana, un frasquito. Era un frasco redondo y azul oscuro. Lo tenía allí para adornar. Xenia se sintió de repente algo mareada. Empezó a ver borroso. Sintió frío. Los pies helados. La nariz también. Y sin saber muy bien qué hacía, ni por qué, cogió su frasco y vertió la leche caliente dentro. Colocó el frasco de nuevo en el alféizar de la ventana. Y se fue a dormir.
        Se despertó más tarde. Era de noche. Fuera llovía. Una corriente de viento atravesó la habitación. Se acercó a la ventana a comprobar que estaba cerrada. Lo que comprobó fue que el frasco ya no estaba.
        A la mañana siguiente, Xenia se despertó fría. Fría y preocupada. No le apetecía ir al instituto. Así que se dispuso a salir de casa con las botas, el gorro y la bufanda. El frío era cortante y húmedo. Se metía en los ojos y las orejas. Soplaba. Cortaba. Helaba. Y no parecía querer parar. Xenia caminaba preocupadamente. Estaba segura de haber dejado el frasquito en la ventana. Y de haberla cerrado. No se podía haber caído. También quería volver a la feria medieval. Pero seguro que no tendría tiempo. No ahora. Un cartel se despegó de su farola. Salió volando y chocó contra Xenia. Ella lo cogió. El cartel anunciaba la feria medieval. Xenia respiró tranquila. La feria estaría allí durante dos semanas. Podría volver. Quizá allí podría comprarse un nuevo frasquito azul oscuro.
        Xenia caminó hacia su casa. Otra vez sentía prisa. No sabía por qué. Ya había salido del instituto. Torció una esquina. Lo bueno de esas prisas es que acababa las cosas antes. Pero luego seguía teniéndola. Eso le ponía tensa. Caminó por una calle de casas pequeñas. Se sentía incómoda. Se sentía fría. Se sentía mal. Chocó contra alguien.
        -¡Hola otra vez!
        Otra vez, sí. Otra vez Demetrio. Xenia bufó.
        -¿Qué haces tú aquí?
        Demetrio la miró.
        -Pues entrar en mi casa. Porque vivo aquí, ¿sabes?
        Xenia apretó los dientes. Aquel chico le ponía de los nervios. Miró la casa de enfrente de él. Era una unifamiliar. Tenía un jardín diminuto. Un montón de gnomos y duendes de piedra se amontonaban allí en equilibro imposible.
        -¿Te gustan? -le preguntó Demetrio de repente. Xenia dio un respingo. Luego resopló.
        -Son ridículos -respondió secamente.
        -Ya lo sé -dijo él, muy alegre- Pero son graciosos.
        -¿Te parecen ridículos pero son graciosos? ¿Eso cómo puede ser?
        -Bueno, pues porque... eeehh... -Xenia suspiró- Pues porque eso, porque se pueden ser las dos cosas, ¿no? O bueno, no sé...
        -¿No sabes? Entonces, ¿por qué los tienes?
        -En realidad, los tiene mi madre -la miró y asintió- A ella le gustan.
        De los nervios. Aquel chico le ponía de los nervios, sí, completamente.
        -¿Tienes frío? -le preguntó Demetrio entonces.
        -Sí, ¿por qué?
        -Pues porque tiemblas, y eso que vas abrigada, muy abrigada en realidad, sí. ¿Quieres un chocolate?
        Xenia dudó. Tenía frío. Pero Demetrio le ponía nerviosa. Prácticamente le incomodaba. No sabía qué hacer.
        -No -dijo- Me voy.
        Bajó por la calle. Caminaba deprisa. Intentaba pensar con claridad. Se sentía mal. No solo por aquellas prisas suyas tan raras, y todo aquel frío. Quizá se había pasado con Demetrio. Cierto que le incomodaba. Pero aun así... Llegó a una calle ancha. Xenia siguió recto. La calle estaba oscura. Xenia pisó con fuerza. Hacía un viento cortante. Y seco. Pero no fuerte. Era suave. Era sólo una brisa. Pero una brisa cortante y seca. Una brisa muy rara. Ni en invierno era normal esa brisa. Y eso que aún era otoño. Xenia lo recordó de pronto. Aún era otoño. Pero tenía mucho frío. Demasiado. Fue a girar una esquina. Entonces, por detrás, algo se movió. Xenia se dio la vuelta. Ese algo cruzó la esquina por detrás de ella. Era el destello blanco otra vez. Xenia se alejó de la esquina, asustada. El destello blanco salió de detrás de una casa, y fue directo hacia ella. Xenia caminó hacia atrás, pero entonces otro destello blanco se le acercó volando, y ambos chocaron contra ella, dieron vueltas en espiral a su alrededor y se perdieron en la oscuridad.  Xenia se quedó de pie, tambaleándose. Mareada otra vez. Echó a andar hacia su casa. Ahora estaba aún más confundida que antes. Ahora pensaba con menos claridad. Pero al entrar en su habitación, se quedó mirando su calendario. Estaba puesto a un lado de su escritorio. Xenia se acercó. Y se dio cuenta de que aún era otoño, pero que faltaban dos días para el Solsticio de Invierno. Xenia sacudió la cabeza. ¿Y a ella qué le importaba el Solsticio de Invierno? Se desabrigó y bajó a cenar.
        -Mamá -le preguntó Xenia cenando- ¿Has visto mi frasco azul?
        -¿Qué frasco azul?
        -Pues ese redondo que tenía de adorno. En la ventana.
        -¡Ah, ese!
        -¿Sabes dónde está?
        -Pues no. ¿Cómo iba a saberlo?
        Xenia tomó un poco más de sopa.
        -Yo qué sé...
        Se quedó pensando. Miraba la sopa y la cuchara llenarse. Seguía pensando en el Solsticio. No sabía por qué. En el fondo, ¿qué más le daba? Pero inconscientemente, seguía pensando en él. En que solo faltaban dos días.
        -Mamá -preguntó otra vez- ¿va a nevar?
        Su madre la miró.
        -¿Nevar? No, qué va. Tenemos el mar demasiado cerca. Además, haría tanto frío que no apetecería salir. Nos quedaríamos recogiditos dentro de casa.
        -Como los escarabajos.
        -No exactamente, porque los escarabajos vuelan al atardecer. Más bien como los caracoles. Recogiditos y escondidos.
        Xenia entonces se dio cuenta de algo.
        -Mamá, ¿tienes mucho frío últimamente?
        -No más de lo normal. ¿Por?
        Xenia miró su plato.
        -Yo sí.
        -Bueno, a lo mejor sólo es un constipado o el estrés.  ¿Por eso preguntabas lo de la nieve?
        Xenia no lo preguntaba por eso. No sabía exactamente por qué lo había preguntado. Sólo sabía que no era por eso. Pero aun así, asintió. Terminó de cenar y se levantó a retirar la mesa. Su madre dijo que vería la tele un rato. Xenia llevó los platos a la cocina. Los vació y cargó el lavavajillas. Y se quedó parada mirando el congelador. Sintió otra vez frío. Otra vez los pies helados. Y la nariz. Otra vez, mareo. Pero, a pesar de todo, abrió el congelador. Rascó unos trozos del hielo de las paredes. Cogió un poco del polvillo de hielo de los estantes. Luego lo puso todo en una bandeja. Subió a su habitación y la colocó en el alféizar de la ventana. Y la cerró.
        Aquella noche no hizo viento. Pero sí mucho frío. Xenia se levantó en mitad del sueño y salió al balcón. Allí había una maceta ancha llena de agua. Ella se acercó. El agua se había helado. Xenia despegó los bordes con una paleta. Sólo se había helado la superficie. Cogió aquel círculo de hielo y lo llevó a su habitación. Abrió la ventana y lo colocó junto a los trocitos del congelador.  Y cerró otra vez la ventana.
        A la mañana siguiente, Xenia se asomó a la ventana. Estaba cerrada. Pero la bandeja con el hielo había desaparecido.
        Xenia no se lo explicaba. De camino al instituto iba dándole vueltas a las cosas. ¿Por qué había puesto leche y hielo en la ventana? ¿Para qué? ¿Por qué sentía tanto frío? Su madre le había dicho que no hacía mucho frío. Pero ella sí tenía mucho frío. Decidió que aquella tarde iría al mercado medieval.
        A la salida, Xenia cogió el camino de las casas pequeñas. Caminaba distraída, Entonces, oyó una voz por detrás de ella.
-¡Hola, hola! ¿Qué haces por aquí otra vez?
Xenia cogió aire. ¡Otra vez él! ¡Otra vez! ¿Pero cómo hacía para chocarse con ella en todas las esquinas?
        -Pues mira -le contestó con malos modos- Resulta que me estoy yendo a mi casa.
        Demetrio la miró por unos momentos.
        -¿Seguro?
        -Sí, ¿por qué?
        -Seguro que sigues teniendo frío. ¿No quieres un chocolate?
        -No.
        -Si no te gusta el chocolate, también tengo caf...
        -He dicho que no -le cortó de mala manera.
        A Demetrio no pareció gustarle.
        -¡Bueeeno, vale! -gritó agitando los brazos- ¡Tampoco hace falta que te pongas así!
        A Xenia aquello le empezaba a resultar incoherente.
        -¿Cómo que así? ¿Y qué pasa porque te diga que no? No es obligatorio aceptar una invitación. Y deja de gritarme.
        -¡Yo no te estoy gritando! -respondió él, tan alto que le salió un gallo.
        -¿Ah, no? ¿Y qué haces, entonces?
        -¡Puesssmm...! -Demetrio la miró. Y Xenia se cruzó de brazos y levantó una ceja.- ¡Oye, deja de hacer eso, que me estás poniendo nervioso!
        -¿Que yo te pongo nervioso a ti? -respondió Xenia- ¡Esto es el colmo! Pero si eres el que me pone nerviosa. ¡Sin parar! No dejas de gesticular, de mover los brazos y de hacer preguntas tontas. Y ahora me vienes con discusiones incoherentes.
        -¡Pues yo no tengo la culpa! -se defendió él, encogiéndose de hombros.
        Xenia y Demetrio se miraron un momento.
        -Bueno, pues si no hay nada más que decir, me voy.
        -¿Entonces no prefieres café? -dijo Demetrio bajito.
        A Xenia le pareció que no le había sentado nada bien la discusión. Pero aun así se fue sin mirarlo. Torció una esquina. Tal vez había exagerado un poco. Pero también había exagerado él. Se paró. ¿A dónde iba? ¡Ah, ya! ¡Al mercado medieval! Se giró. Quizá no lo hiciese a propósito, el ponerla nerviosa. Pero tampoco hacía falta perder la paciencia tan pronto. Ahora iba por las calles anchas y oscuras de la otra vez. Xenia caminó hasta el cruce. Pensaba en aquel colgante con forma de cristal de nieve. ¿Podría comprárselo? ¿Y su botellita azul? ¿Podría comprarse una nueva? No se dio cuenta de que un haz blanco pasaba entre dos casas. Luego, otro. El tercero pasó enfrente de ella. Xenia se paró. Otro cruzó por detrás. Xenia empezó a asustarse. Los haces eran los destellos blancos de las otras veces. Los destellos cruzaron otra vez, por delante, por detrás, por todos lados. Empezó a soplar un viento helado. Le levantaba el pelo y le enfriaba todo el cuerpo. Entonces, los destellos blancos salieron de las esquinas y fueron volando hacia ella. Xenia, entonces, logró reaccionar y se agachó cubriéndose la cabeza con los brazos. Los destellos blancos se juntaron, sin llegar a chocar, y dieron vueltas en espiral entre sí. Xenia se levantó y corrió a una esquina, pero los destellos parecieron verla, porque se desliaron y volaron hacia ella también. Xenia volvió al medio de la calle y los destellos volvieron hacia ella. Xenia volvió a agacharse, pero alargó un brazo y asió uno de los destellos. Descubrió entonces que lo que había cogido era la punta de una túnica. Aquel destello se posó en el suelo y poco a poco fue tomando la forma de una mujer. Xenia miró a su alrededor. Todos los destellos empezaban a tomar una forma más bien de neblina y esta, a su vez, de mujer. Eran jóvenes. Pálidas. Con el cabello casi blanco, que se movía aunque no hacía viento. Había cinco. Xenia se las quedó mirando.
        -¿Qué miras? -le preguntó una. Tenía una voz suave. Como un susurro.
        -¿Quiénes sois? -les preguntó. Aquellas mujeres se miraron.
        -¿No lo sabes? -preguntó otra, mientras se deslizaba a su alrededor. Aquellas mujeres no caminaban. Se deslizaban. O volaban.
        -Somos veelas -respondió entonces otra.
        -¿Qué sois qué?
        -Veelas -repitió- ¿No sabes lo que son?
        Xenia negó con la cabeza.
        -Somos como ninfas.
        -¿Ninfas? Eso no puede ser.
        -Pues lo es.
        -¿Y qué queréis? ¿Sois vosotras las que me habéis estado siguiendo estos días? ¿Las que me habéis mareado? ¿Por qué me seguís?
        -Porque querríamos pedirte un favor.
        -¿Un favor? ¿Y me habéis estado siguiendo todo este tiempo para pedírmelo? ¡Qué amables!
        Las veelas rieron un poco.
        -En realidad -dijo una- ya nos has hecho dos.
        Xenia recordó entonces la leche caliente y los trozos de hielo.
        -¿Me habéis hecho coger y daros el hielo y la leche para vosotras?
        -Eso es.
        Xenia se sintió enfadada. Y ofendida.
        -¿¡Me habéis estado utilizando todo este tiempo?! ¿¡Y para qué?! ¡Exijo saberlo!
        Las veelas se miraron. Parecían más inseguras esta vez. Una de ellas se deslizó hasta ella.
        -Verás, pequeña...
        -Yo no soy pequeña -le espetó- Trátame con respeto.
        La veela calló por un momento. Luego continuó:
        -Existe una Rueda, la Rueda de los Días, por la que se rigen las estaciones, las horas de luz y oscuridad y los días de frío o calor.
        Otra veela se deslizó hacia ella.
        -Si la Rueda se descompasa, eso provoca inestabilidades, y los días se alargan o se acortan, y las horas de luz y oscuridad, o de frío y calor se alargan o se acortan también.
        Una tercera veela se adelantó:
        -Nosotras debemos estabilizar el Invierno.
        -Ya -respondió Xenia- ¿Y yo que pinto en todo esto? ¿No os las podíais apañar vosotras solitas?
        -Lo cierto es -continuó la veela- qu hay personas que sienten esas inestabilidades en la Rueda de los Días. Y creo que tú eres una de esas personas. Lo eres, ¿verdad?
        Xenia pensó. ¿Qué efectos podría haberle causado esa Rueda?
        -Si entre esos efectos está el sentir demasiado frío y tener prisas sin razón, entonces, sí.
        Las veelas asintieron.
        -Bien. Entonces, ¿nos ayudarás?
        Xenia resopló.
        -¡No! Pero bueno, ¿creéis que os voy a ayudar así, por las buenas, después de que me hayáis utilizado? ¿Para qué narices necesitabais leche y hielo? ¿No podíais haberlo cogido vosotras?
        Otra veela se deslizó hacia ella.
        -Para reestabilizar el Invierno, debemos reunir las Esencias del Tiempo-Xenia levantó una ceja- esencias características de la estación, relacionadas con el sabor el olor y la vista.
        -Por eso -explicó otra- Te hicimos coger leche caliente y hielo para las esencias del gusto y la vista. Ya sólo nos falta el olor.
        -Y hay que darse prisa -dijo una más- Hay que tenerlas antes del Solsticio de Invierno.
        -Ya, bueno. Pues la última esencia os la cogeréis vosotras solitas. -y se dio la vuelta para irse. Pero entonces, las veelas volaron hasta colocarse delante de ella.
        -¡Espera! Por favor, ayúdanos. No conocemos a ninguna otra persona que note las inestabilidades de la Rueda.
        -Somos demasiado etéreas para conseguir algunas de esas esencias.
        Xenia suspiró.
        -¿Y no podíais haberlo pedido por favor desde el principio, como ahora?
        Las veelas parecieron un poco avergonzadas.
        -No es seguro que nos vean los humanos. Era más fácil para nosotras así. Además, aunque ibas sola, si nos llega a ver un chico...
        -Si os llega a ver un chico, ¿qué?
        -Lo hubiésemos dejado en trance. Se hubiese quedado embobado, aunque nosotras no quisiéramos.
        Xenia se acordó de Demetrio. Pero en seguida pensó que no venía a cuento para nada. Suspiró.
        -¿Y cómo os puedo ayudar yo?
        -Sólo dinos qué podemos usar como esencia del olor.
        -De acuerdo, pero a cambio, quiero que me devolváis mi frasco azul.
        Xenia pensó. El invierno era demasiado frío para tener un olor.  Pero entonces pensó en los abrigos. Y en la calefacción. Y en lo que podía mantener el calor en invierno.
        -Las cosas que dan calor tienen un olorcillo especial -dijo a las veelas- Supongo que es ese.
        Ellas asintieron. Una sacó un frasco vacío. Otra, su frasco azul con la leche. Otra, la bandeja con el hielo. La del frasco vacío se alejó volando. Al cabo de unos minutos, volvió.  El frasco parecía lleno de una neblina. La neblina danzaba y tomaba diferentes colores. La veela del frasco azul se lo devolvió. Colocaron las esencias juntas (la leche trasladada a otro frasco). Y todas las veelas empezaron a volar en círculos. Xenia se apartó. Entonces, vio cómo las esencias se fundían en una niebla de colores blancos, azules y violetas. Xenia sintió que el frío menguaba. Ya no tenía prisa. Podía ir al mercado medieval tranquila. Respiró. El Invierno ya estaba bien. Alguien la tocó en el hombro.
        -Esto es tuyo -dijo la veela devolviéndole el frasco.
        -Gracias.
        -¡Hasta otra! -se despidieron ellas. Y se alejaron volando.
        -¡Hasta otra! -les dijo Xenia, agitando la mano. Decidió volver al mercado medieval. Subió por la calle, hasta el puesto de las bufandas. Empezó a pasear por allí, sin prisas. Torció por la esquina, camino del puesto de los adornos de plata. Y alguien chocó contra ella. Un montón de libros se desparramaron por el suelo.
        -¡Huy, huy! ¡Lo siento! -balbuceó- Es que... Es que creo que llevo demasiados... -era Demetrio. Volvía a intentar cogerlos del suelo sin éxito- No-no te he visto -consiguió coger uno- Perdona, es que mi mochila, ¿sabes?... -se le cayeron dos más, y se agachó otra vez. Xenia sonrió. Tal vez aquel chico la pusiese de los nervios, o incluso la incomodara un poco. Pero no lo hacía aposta. Y puede que también fuese algo torpón, pero era graciosillo, y tampoco lo hacía a propósito. Se agachó y le cogió unos cuantos libros.
        -No pasa nada -le dijo- Ya te ayudo si quieres.
        Demetrio la miró, algo perplejo.
        -¿De verdad? Yo pensaba que te habías enfadado.
        -Bueno, sí. Y lo siento. Supongo que me pasé un poco.
        -No te preocupes -Demetrio le dio una palmadita en la espalda, a pesar de que Xenia era un poco más alta que él- A veces, me pongo un poco pesado. O eso me dicen.
        Xenia se rió. Al pasar por el puesto de los adornos de plata, pararon. El colgante del copo de nieve aún estaba allí. Xenia lo compró.
        -Oye, ¿me dejas ponértelo? -preguntó Demetrio. Xenia asintió. Él le puso el colgante (con un poco de desgarbo) y le preguntó- Entonces, ¿sigues teniendo frío? -Xenia sonrió y asintió- ¿Te apetece un chocolate?
        -Vale.
        Y se fueron paseando por el mercado medieval a por un chocolate, o dos. Porque ya era Invierno.