Equinoccio de Otoño.
La brisa soplaba suavemente entre los árboles y silbaba, a veces más
flojo, a veces más fuerte. En aquel pequeño bosque donde las hojas ya empezaban
a dorarse no había nadie más que un chico sentado bajo un roble. El muchacho
tenía un bloc en las rodillas donde de vez en cuando escribía algo, pero otras
veces se paraba, inclinaba la cabeza y cerraba los ojos, escuchando, o quizá
dormitando un poco. Al cabo de un tiempo, se levantó y se marchó de allí.
El chico entró en su casa, y cerró la puerta con cuidado, pero
eso no evitó que sus padres lo oyesen.
-¡Lisandro! -llamaron.
-Qué ruidosos sois -les dijo el chico, en
un tono de voz que, en comparación, era evidentemente más bajo, pero también
más agradable.
-No pasa nada si alzas la voz un poquito
de vez en cuando -le recordó su madre.
Lisandro subió las escaleras, camino de
su habitación.
-Hijo, ¿has vuelto a escribir algo? -preguntó su
padre.
-Sí.
-¿Puedo leerlo?
-¡No!
Tras unos minutos, Lisandro
volvió a bajar y se sentó a la mesa, un poco cabizbajo.
-¿No nos vas a dejar leer lo que escribes?
-volvió a preguntar su padre.
Lisandro decidió obviar la respuesta.
-¿Has vuelto a ir a ese bosque? -dijo su
madre, dando un rodeo- ¿Por qué has tardado tanto?
-Porque no he cogido el reloj.
-Pues cógelo la próxima vez.
-No funciona.
-¿No funciona? ¿Cómo que no
funciona?
Lisandro se terminó el plato antes de
responder. Aquellas preguntas estaban especialmente diseñadas para sacarle un
tema de conversación con sacacorchos, pero si a él no le apetecía conversar, no
conversaría.
-Pues eso, que no va bien, que no marca
las horas... Que se para y luego arranca otra vez, pero se atrasa, y luego se
vuelve a adelantar...
Sus padres suspiraron.
-¿Has estado
escribiendo allí?
-Sí.
-¿Y qué has
escrito?
Otra vez lo mismo.
-Un relato.
-¿Sobre qué?
Lisandro se acabó el postre, y masticó parsimoniosamente antes
de contestar.
-No sé. Aún no lo he
acabado. Ya volveréis a preguntar cuando lo acabe. Hasta entonces, me subo.
Hasta luego.
Y recogió su plato y su vaso, los dejó en la cocina y se fue a
su habitación. Una vez arriba, el chico se sentó en su escritorio y se quedó
mirando el papel en blanco. Allí, en el bosque, le resultaba más fácil
escribir. Incluso una vez pensó, bromeando un poco consigo mismo, en llevarse
allí una silla y una mesa y escribir allí sus historias a partir de entonces.
Escribir en casa le producía una tensión rara, porque no le gustaba hablar
sobre lo que escribía, ni siquiera con sus padres, no sabía por qué. Alzó la
vista y se asomó a su ventana. Desde allí podía divisar, un poco a la
izquierda, hacia el fondo, por donde se ponía el sol, una mancha de hojas
verdosas que empezaba a dorarse por un lado, y a enrojecerse por otro. Era el
bosque, donde le gustaba tanto ir. Allí
estaba bien, y no sabía muy bien por qué tampoco. Decidió volver allí aquella
tarde.
A
la entrada del instituto se aglomeraba la gente para entrar la primera hora de
la mañana. Lisandro, pegado a una
esquina de la puerta de entrada, se encogía, porque aquella mañana hacía un
poco de frío, aunque el día anterior había hecho casi tanto calor como en
verano. Cerca de él había unas chicas de tercero que hablaban sobre algo que,
al parecer, les resultaba muy interesante, porque todas querían decir algo. Al
cabo de unos momentos, una de las chicas, al parecer, se cansó de hablar sobre
lo que fuese que estuvieran hablando, y se apartó un poco. Fue directamente a
la esquina donde Lisandro se encogía. El chico la observó: no era muy alta,
pero tampoco muy baja, más o menos de su estatura; aquel día se había puesto
una blusa de media manga y una falda de colores, seguramente esperando que el
calor fuese igual al de ayer. Pero lo que llamaba la atención a Lisandro no era
la ropa: el chico miraba más el pelo de la chica, castaño y ondulado, y los
ojos, verdes; eso, en conjunto, le daba una sensación de movimiento. Lisandro
se dio cuenta de que la chica también le observaba la ropa (unos pantalones
color verde musgo y una camiseta fina de manga larga naranja), y también sus
ojos marrones y su pelo pelirrojo y rizado, que llevaba largo hasta los hombros
y con unas greñas que caían sobre los ojos. La chica, entonces, se le acercó.
-Hola
-le dijo alegremente, al estilo de los niños pequeños.
-Hola
-le contestó Lisandro suavemente, a su propio estilo.
-Hola
-repitió la chica- Tú eres el chico que ganó el concurso literario en fin de
curso, ¿no?
-Sí,
soy yo.
-¿Y cómo te
llamabas?
Aquella
preguntita le tocó un poco las narices. Igual era porque se había levantado a
malas, pero le tocó un poco las narices, sí.
-No
me llamaba. Mi nombre sigue siendo el mismo.
La respuestita también pareció tocarle a
la chica un pelín las narices.
-¿Cómo te llamas,
entonces?
-Lisandro.
-Qué
nombre taaaannn... -y vaciló, pero Lisandro supo que estaba pensando si decir “raro”.
-No es raro -se
adelantó él- Sólo es poco usual. ¿Cómo te llamas tú?
-Sylvia.
Con y griega, ¿sabes?
-¿Y tu nombre te
parece raro?
La
chica negó con la cabeza.
-¿Ves? Crees que no
es raro porque es el tuyo, o porque Sylvia es un nombre conocido, pero que no
se pone mucho.
-Aaah... Oye,
Lisandro es un nombre que me suena de algo. Creo que lo he oído en otra parte. ¿Sabes...? -y no
pudo continuar, porque en ese momento sonó el timbre para entrar. Lisandro miró
a Sylvia reunirse con el resto de chicas y desaparecer tras una esquina. Si le
había tocado las narices antes, con la respuesta suya, ya se le había pasado. Y
si no, pensó, no tenía que preocuparse mucho: la nariz de Sylvia era pequeñita
y respingona. Una nariz muy graciosa.
A
la hora de salida, Lisandro torció una esquina y se dirigió a su casa. De
camino a allí, pasó cerca de Sylvia y las otras chicas.
-Sí,
Lisandro -les oyó comentar- El que ganó el concurso literario de fin de curso.
-Qué
nombre tan raro.
-No
es raro. Sólo es poco usual -respondió Sylvia.
Lisandro
sonrió un poquito para sus adentros.
Una
vez en casa, después de comer, Lisandro volvió a ir al bosque. Sentado bajo el
árbol de siempre (un roble) reflexionó. Llevaba unos días levantándose de mal
humor, y sintiéndose así el resto del día. Eso le ponía de más mal humor, y
pensar en ello, de peor humor todavía... Cerró los ojos e inclinó la cabeza. En
aquel bosque sí que parecía ser otoño de verdad. Los árboles se doraban o se
enrojecían, había ya algunas hojas por la tierra y volando por el aire, y la
brisa soplaba, fresca, pero no fría aún. Normalmente, lo había notado, podía
sentir cómo el otoño iba llegando poco a poco cuando, por esas fechas, soplaba
el viento, se empezaban a dorar los árboles y llovía con más frecuencia. Pero
ese año no lo estaba notando. O, por lo menos, no lo estaba notando igual. Últimamente lo
notaba como acelerado, como si pasara como siempre, pero con prisas y antes de
lo normal. Además, no sentía el otoño. Le parecía que el otoño estaba jugando
al escondite.
“El Otoño juega al
escondite....”pensó. Y lo
escribió al margen de la página, para futuras historias. Y volvió a inclinar la
cabeza y a cerrar los ojos, escuchando el viento entre los árboles, las hojas
moviéndose, los pasos... Lisandro abrió los ojos. ¿Qué pasos? No
había nadie más en el bosque. ¿O sí? Abrió más los ojos y miró en todas direcciones. Le pareció
ver un pliegue de ropa que se deslizaba entre los árboles. Lisandro se
incorporó y se dirigió hacia allí. Caminando, y despacio, para no hacer
demasiado ruido, siguió al pliegue de ropa. Llegó a una parte del bosque donde
los árboles se estrechaban, pero eso no detuvo al dueño del pliegue, y a
Lisandro casi, pero tampoco, aunque ahora resultaba más difícil seguirlo. Hubo
un momento en que lo perdió de vista, y se detuvo a pensar. ¿Seguro que era un
pliegue de ropa? ¿Seguro que era un pliegue? ¿Y si se lo había imaginado? ¿Y si estaba
delirando un poco en su soledad, como Manrique, el protagonista de una Leyenda
de Bécquer? Se sentó en un tronco. Bueno, igual sí, igual se lo había
imaginado. Escuchó con atención, por si, a pesar de todo, todavía oía
algo. Y oyó, sí, oyó otra vez pasos, y
aunque no vio más pliegues de ropa, se levantó con cuidado y siguió a los pasos
en silencio (o todo lo silenciosamente que pudo), porque esta vez estaba seguro
de no haberlos imaginado, porque estaba escuchando atentamente. Al cabo de un
tiempo, los pasos pararon. Lisandro se acercó a ellos y asomó la cabeza entre
los árboles, y miró. Y entonces una mano le cogió del cuello de la camisa tiró
de él. Los dos empezaron a forcejear, pero Lisandro no resistía mucho, y la
otra persona tenía bastante fuerza, por lo menos comparada con él, así que
pronto Lisandro acabó dándose un buen batacazo en el suelo. Y desde allí, vio
que su atacante era una chica, más o menos como él, y con el pelo también más o
menos pelirrojo, sólo que liso (cuando se acercó más, se dio cuenta de que era
más bien castaño cobre) y los ojos alargados de color verde, que le recordaron
a Sylvia. Tosió un poco.
-¿Qué...? ¿Por qué me...
atacas?
-¿Por qué me seguías?
-Porque
yo... aquí, normalmente.... bueno, aquí y en todas partes... suelo estar
solo... me pareció raro... que hubiese alguien más.
La
chica le levantó y lo observó con detenimiento. Luego le dijo:
-Bien.
Es una razón de peso. -lo miró de arriba a abajo de nuevo- ¿Qué sueles hacer
aquí?
Lisandro
dudó en qué responder. No le gustaba hablar sobre lo que escribía con sus
padres, menos con una completa desconocida.
-Nada
interesante. Tonterías.
Pero
la chica había visto el bloc.
-Qué
tonterías más curiosas. -y se lo quitó, y lo abrió con intención de leer algo.
-¡Oye! ¡No! ¡Devuélvemelo!
-esta vez él se lo arrancó a ella, y salió corriendo, pero se giró un momento- ¡Eres una salvaje
impulsiva!
Por
toda respuesta, la chica inclinó a un lado la cabeza, y en ese momento de entre
los mechones de pelo asomaron dos orejas en punta, y luego dijo:
-Qué
humano tan raro eres...
Una
vez en casa, Lisandro se lanzó sobre la cama, confuso. Era, si no la primera,
una de las pocas veces que le gritaba a alguien. Era, sí, seguro, la primera
vez que veía a alguien más en aquel bosque. Y era, desde luego, con total
seguridad, la primera vez que se encontraba con un ser mágico, con un elfo.
Al
día siguiente, una vez volvió del instituto, subió a su cuarto y cogió uno de
los libros de su estantería. En uno de los capítulos se hablaba de los elfos.
En él se decía que eran criaturas muy hermosas, con los ojos almendrados, las
orejas puntiagudas; ágiles, discretos, y de andares silenciosos. Esto último no
encajaba mucho con la chica elfa que se había encontrado en el bosque. Pero bueno, los elfos, pensó, también podían
ser algunos ruidosos (un elfo ruidoso, pensó también, tal vez equivalía a un
humano silencioso) Pero se estaba pensando si volver al bosque en una
temporada. Esa elfa le había dado un poco de miedo. No sabía si se la volvería
a encontrar, y si volvería a intentar leer en su bloc. No sabía por qué pero no
le gustaba que leyeran lo que escribía. Le daba... algo.
Finalmente,
Lisandro se decidió por ir. Si la elfa le encontraba de nuevo, ya se las
apañaría, de una forma o de otra. Ya en el bosque, Lisandro empezó de nuevo a
escribir. Pero no se concentraba. Estaba en tensión, por culpa de aquella elfa,
pues temía que en cualquier momento fuese a aparecer. Le resultaba un miedo un
poco infantil, incluso tonto. Pero aun así se sobresaltó cuando volvió a oír
pasos. Así que esta vez se descalzó antes de seguirlos otra vez.
Lisandro
siguió los pasos durante un rato, todo lo silenciosamente que le permitían sus
pies descalzos (o casi, porque llevaba calcetines). Cuando los pasos se
pararon, Lisandro se paró también, y se asomó con cuidado, pero lo que vio casi
le hizo caer: allí había reunidas unas cuantas personas, pero todas ellas iban
vestidas con túnicas y trajes como en la Edad
Media. Y todos ellos tenían orejas en punta que sobresalían
del pelo, que en los chicos era casi siempre tan largo como el suyo, como
mínimo. Entonces, uno de ellos y una de ellas se levantaron y pidieron
silencio, cosa que a Lisandro le pareció innecesaria, porque el murmullo era
casi silencioso.
-Escuchad
todos -dijo la chica- Sabéis que se acerca el Equinoccio de Otoño.
Todos
asintieron en silencio, hasta Lisandro desde su escondite.
-Pero
hay un problema -dijo el chico- Puede que el Equinoccio no sea como los
anteriores. Que se retrase demasiado. O se adelante.
-Pero
el Equinoccio de Otoño es el que más tarda normalmente -replicó alguien. Lisandro
miró, y resultó ser la elfa del día anterior.
-Sí
-replicó la otra elfa- Pero esta vez no se retrasa, ni siquiera como de normal,
sino que se ha adelantado.
-Eso
sí que es raro -musitó un elfo que había al lado de la que conoció Lisandro.
-Eso
tiene una razón -dijo el otro elfo- La
Rueda de los Días se ha desequilibrado. Se retrasa o se
adelanta, y tenemos que equilibrar el otoño.
-¿Y qué pasa con la
primavera, el verano y el invierno?
“Eso”-pensó Lisandro.
-De
la primavera y el verano ya se han ocupado las hadas y los duendes -respondió
la elfa que presidía.- Nos toca a nosotros el otoño.
En ese momento, Lisandro sintió un golpe
en su espalda y cayó hacia delante, Todos los elfos reunidos se giraron a
mirarlo.
-Mirad
a quién tenemos de espectador -dijo socarronamente la elfa del día anterior.
-¡Un muchacho
humano! -exclamó el elfo que presidía.- ¿Por qué nos espiabas?
-N-no
os espiaba -tartamudeó él- Sólo quería ver qué hacíais.
-Dicho
de otra forma, que espiabas -replicó la elfa.
-Levántalo
-ordenó la elfa que presidía. La otra obedeció con mala cara.- Ahora siéntalo y
déjalo escuchar.
La
elfa arrastró al pobre muchacho humano hasta una banqueta en una esquina y lo
sentó de golpe, casi hundiendo el asiento.
-Ahora
-continuó el elfo, que lo había estado observando con una ceja levantada- sé
que queréis preguntar: ¿Cómo lo haremos? Pues lo que debemos hacer es reunir las
esencias de esta estación relacionadas con el gusto, la vista y el olfato antes
del Equinoccio.
-¿Las qué? -dijo
Lisandro. Todos se volvieron a mirarlo. Lisandro los miró a ellos, un poco
asustado, y sólo pudo añadir:
-¿Que?
-Las
esencias -se adelantó la elfa que presidía- son algo muy propio de la estación
que debemos equilibrar, relacionado con los sentidos que ha dicho antes. Y por
cierto -añadió volviéndose hacia el elfo- Estoy segura de que el muchacho
humano no es el único que no sabía lo que eran.
Lisandro pudo ver cómo había elfos que
disimulaban un poco.
-Bien
-zanjó el elfo- Ya podéis marcharos.
-¿Qué? -preguntó
uno de ellos-
¿Así,
sin más?
-Dadnos
un aviso cuando tengáis algo -dijo por todaºrespuesta. Todos los elfos se
levantaron y empezaron a marcharse, y Lisandro se quedó sentado, solo y
pensando en lo que había oído. ¿Cómo se encontraban las esencias esas? ¿Cómo se
empaquetaban para traerlas donde hiciese falta? ¿Dónde hacía falta? ¿Cómo saber todo
eso? Pero entonces pensó otra cosa.: él no tenía que hacer nada, porque no era
un elfo y, al parecer, el Otoño lo tenían que arreglar los elfos. Se levantó y se fue. Al llegar al claro donde
se había descalzado, encontró a la elfa del primer día, a la elfa que había
presidido aquella reunión, y a otro elfo más. El elfo tenía el pelo negro,
negro un poco azulado, y los ojos grises. Y la elfa, la que había presidido la
reunión, el pelo rubio, pero ondulado, parecido al de Sylvia también, recordó
Lisandro. Entonces, la elfa pelirroja, alzó una mano con su bloc en ella.
-¿Es esto tuyo?
Aquella elfa le estaba tocando las
narices, y Lisandro empezaba a suponer que lo hacía aposta. Se abalanzó sobre
ella (o, más exactamente, sobre el bloc), lo arrancó otra vez de su mano, y
empezó a pasar las páginas, aunque en seguida se dio cuenta de que era una
tontería, así que lo cerró. Luego se sentó junto a la otra elfa (que estaba más
alejada de la otra) y metió los pies en sus botas.
-Oye,
muchacho humano -le dijo el elfo- Hemos estado pensando, y hemos decidido una
cosa.
-¿Ah, sí? -dijo
Lisandro con un poco de retintín mientras se ataba una bota.
-Hemos
pensado -continuó la elfa rubia- que, ya que eres un humano, podrías indicarnos
si conoces algo que nos podría ayudar.
-¿Ah, sí? -repitió
Lisandro con el mismo retintín, mientras se ataba la otra bota.
-Sí
-respondió el elfo, dudando un poco.
Lisandro
se sentó mirándolos a los tres.
-Escuchad
-suspiró- No creo que yo os pueda ayudar. El otoño es una estación difícil. Se
parece al verano y se parece al invierno, es una estación que se camufla. Nadie
nota cuándo viene, ni tampoco cuando se va, y si se dan cuenta, sólo dicen “Anda, ya es
invierno. Cómo pasa el tiempo” y vuelven a olvidarlo.
Los
tres elfos se quedaron mirándolo. Y como parecía que ya no iban a decirle nada
más, Lisandro se levantó y se fue, pensativo. Era uno de los párrafos más
largos que le había dicho a alguien en mucho tiempo.
Ya
estaba cerca de su casa. Sacó la llave del bolsillo, y se dirigía a su portal,
cuando notó que tenía a alguien detrás de él, y se giró.
-Hola
de nuevo, muchacho humano.
-¿Qué hacéis aquí?
-exclamó Lisandro- ¿Me estabais siguiendo?
-Por
supuesto, escritorcillo humano -le dijo la elfa, y le volvió a quitar el bloc.
-¡Para ya! -le dijo
él, quitándoselo también- ¿Para qué me seguís?
-¿No nos has
escuchado? Para que nos puedas ayudar.
-¿No me habéis
escuchado a mí? Yo no puedo ayudaros -giró la llave y se metió dentro de casa-
Buscaos a alguien que tenga práctica con el otoño -y cerró la puerta.
A
la mañana siguiente, amaneció ventoso, frío y gris. Lisandro se abrigó como
pudo, porque aún no había sacado la ropa de más abrigo, y se encaminó al
instituto. Pensaba otra vez en aquellos elfos, a los que, ahora que lo pensaba,
les había cerrado la puerta prácticamente en las narices. Tampoco eso lo había
hecho antes. Definitivamente, su humor estaba empeorando conforme se acercaba
el otoño. Aunque el otoño igual ya estaba aquí, por adelantado, de incógnito.
A
la salida, alguien se acercó a su lado. Lisandro miró. Era Sylvia.
-Hola-
saludó ella.
-Ho...
hola- tartamudeó él, un poco confuso.
-Así
que... escribes historias, ¿no? -le preguntó ella.
-Sí.
-¿Y de qué tratan?
-insistió.
-De
lo que se me ocurre -respondió Lisandro, un poco hosco.
-Y...
-titubeó Sylvia, algo molesta- ¿de qué se te suelen ocurrir?
-Pues
de cualquier cosa -replicó Lisandro bruscamente.
-Bueno,
yo sólo preguntaba...
-¡Sí! -estalló él- ¡Tú, y mis padres,
y una elfa salvaje que me quita el bloc, y demás pesados se este mundo! ¡Yo no quiero
hablar de lo que escribo! ¡No me gusta! ¡Así que dejadme en paz!
-Bueno,
yo... -susurró Sylvia- De acuerdo... -y se desvió torciendo una esquina,
visiblemente dolida.
Otra
vez tumbado en su cama, Lisandro observaba la mancha naranja-dorada del bosque.
Se sentía mal, casi enfermo. Había descargado su mal humor acumulado y su
tensión sobre Sylvia, que, aunque la conocía de hacía tres días, le caía bien y
le resultaba simpática y amable. Y esta vez no sólo le había tocado un poco su graciosa
naricita respingona, esta vez la había ofendido de verdad. Pensar en eso le
hacía ponerse de mal humor otra vez, y caer de nuevo en su malhumorado círculo
vicioso. Una piedra golpeó el cristal de su ventana. Lisandro se dio la vuelta,
sobresaltado, y se asomó. Los dos elfos de la otra vez lo llamaban desde abajo.
El chico bajó.
-¿Qué hacéis aquí? ¿No os he dicho
que os busquéis a alguien que se le de mejor el otoño?
-La
verdad es que a ti se te da bastante bien -respondió el elfo.
-¿Ah sí? ¿Y por qué?
-Bueno,
eres un escritorcillo sensiblero -aclaró
la elfa- que escribe en el bosque.
-No
sabes si soy sensiblero -le bufó Lisandro- No me conoces de nada.
-Hoy
no traes la libreta, ¿eh? ¿Qué has escrito hoy?
Lisandro
sintió como si le hiciesen un nudo marinero en la boca del estómago.
-¡¿Qué te importa!? ¡No quiero hablar
de lo que escribo!
-¿Ves? -replicó
ella sin inmutarse- Eres un escritorcillo sensiblero.
-Bueno,
dejémoslo estar... -zanjó el otro elfo- A ver, ¿qué caracteriza el otoño? Échanos una
mano.
-No
pienso ayudar a esa elfa salvaje y puñetera -protestó Lisandro.
-Si
promete no fastidiar y comportarse bien, ¿nos dices, por ejemplo, el sabor del
otoño?
Lisandro
suspiró.
-Bien.
-De
acuerdo. Lo prometo -dijo la elfa- ¿Y bien?
-Castañas
asadas.
-¿Castañas asadas?
-De
toda la vida.
-¿Y dónde podemos
conseguirlas?
-¿No hay en el
bosque?
-No.
Lisandro
suspiró, intentando no perder la paciencia. Luego miró a los dos elfos, a sus
orejas puntiagudas y sus túnicas de colores del bosque, y suspiró otra vez.
-Esperad
aquí.
Y
al rato bajó de nuevo, con unos gorros de invierno y un par de jerséis.
Más
tarde, Lisandro y los elfos paseaban, encogidos, por el casco antiguo. Aquella
tarde hacía un frío inusual otra vez, y no había mucha gente por las calles.
-Oye,
escritorcillo humano, ¿dónde dices que están las castañas esas?
-No
me llames escritorcillo humano. Tengo
mi propio nombre.
-Eso
no responde a mi pregunta.
-Pues
en el puesto de castañas asadas.
-¿En el puesto
de...? -repitió el elfo- Pero son naturales, ¿verdad? Porque tienen que serlo.
-Sí,
sí que lo son -suspiró el chico.
-¡No, no! -gritó la
elfa- ¡No nos des la
razón para que nos callemos! -Lisandro puso los ojos en blanco y ella le clavó
un dedo en el pecho- ¡Dilo! ¿Lo son o no?
-No
lo sé. ¿Y qué más da?
-Pues
que necesitamos que sean naturales.
-Ah.
¿Por qué?
-Porque
las estaciones lo son.
-Mirad,
ya hemos llegado.
Los
elfos no pusieron muy buena cara al ver el puesto de castañas asadas: una
mesita con los cucuruchos y las castañas crudas, y al lado una estufa de metal
al carbón donde un hombre tapado hasta las orejas las asaba. Los tres se
acercaron.
-¿Son naturales
estas castañas? -preguntó la elfa.
-¡Pues claro que lo
son! -gruñó el castañero- Igual aún no están del todo maduras, pero no hay que
ser quisquilloso.
-¿Nos pone un
cucurucho? -preguntó el elfo.
El
castañero lo llenó y se lo tendió. Los elfos miraron a Lisandro.
-Pero
¿no lleváis...? -y
suspiró otra vez- Está bieeen... -y pagó al castañero.
De
vuelta hacia casa, había un incómodo silencio.
-No
tienes mucho que decir, ¿no, escritorcillo humano?
Lisandro
levantó de repente la cabeza.
-No
me llames escritorcillo humano. Tengo
un nombre.
-Eso
no responde a mi pregunta.
-Pues
no te la pienso responder si me llamas así.
-Pero
eres un escritorcillo humano.
-Si,
pero no me llamo así.
-¿Y por qué no nos
has dicho tu nombre desde un principio, ya que has metido en nuestros asuntos
tu nariz delgada y...?
-¡Lisandro!
Los
dos elfos se sobresaltaron levemente.
-¿Qué?
-Mi
nombre es Lisandro. Y no es un nombre
raro.
-Oh,
pues yo soy Lúinwe -se presentó el chico.
-Y
yo Séregon -añadió la chica.
Lisandro
pensó que ya no podría volver a pensar que su nombre era raro.
-Ahora
sólo faltan dos esencias - dijo Lúinwe.
-Pero
yo tengo que volver a casa -recordó Lisandro.
Al
llegar a casa, le esperaban sus padres.
-Lisandro,
¿podemos hablar un
momento?
El
chico se sentó, y miró a sus padres, nervioso.
-Lisandro,
hijo, ¿estás bien?
-preguntó su madre.
-Eehh...
sí. -titubeó él.
-¿Seguro?
-Eehh... sí.
-Lisandro
-dijo su padre- Estos días has estado un poco hosco ¿no? -el chico
asintió lentamente- ¿Por qué? ¿Qué te pasa?
-No
lo sé, yo... estoy de mal humor, y no sé por qué, pero si hablo o pienso en
ello me pongo de peor humor y...
-Bueno,
pero a lo mejor te ayuda hablarlo con alguien.
-¡No, no me ayuda!
-exclamó él.- ¿Veis? Me pongo de
peor humor.
-¿Y qué hay de tus
historias, de todo eso que escribes? ¿También te pone de mal humor hablar de
eso?
-Pues...
-y entonces Lisandro recordó a Sylvia y su discusión- pues no lo sé... pero no
me gusta hablar de eso.
Sus
padres se miraron y suspiraron.
-Bien.
Pero ya sabes que nos puedes contar lo que quieras, ¿de acuerdo?
Lisandro
asintió y subió a su cuarto. Aquella noche llovió, y él no durmió demasiado
bien. Y sólo faltaban dos días para el Equinoccio.
Al
día siguiente, a la salida del instituto, Lisandro fue directamente al bosque.
Quería pensar con tranquilidad, o intentarlo al menos, ya que posiblemente le
asaltaran otra vez Lúinwe y Séregon. Aunque no tuvo que preocuparse mucho: los
dos le esperaban bajo el roble donde se sentaba siempre. En cuanto lo vieron,
se acercaron a él y le saludaron.Él les
devolvió el saludo.
-¿Dónde habéis
guardado las castañas?
-Ya
las hemos entregado -respondió Séregon.
-¿Y os han dicho
algo?
-Por
supuesto. Las han dado por válidas. -dijo Lúinwe- Ahora necesitamos la esencia
de la vista y la esencia del olfato.
-¿A qué huele el
otoño? -preguntó Lisandro, más para sí mismo.
-No
lo sé -dijo secamente Séregon- Esto es difícil. ¿Cómo encontramos esas esencias en forma
natural?
-Pensad
-susurró Lúinwe.
Lisandro
miró a su alrededor. Miró el suelo, cubierto de hierba que se doraba. Miró los
árboles y sus raíces que sobresalían de la tierra húmeda, y miró las copas
anaranjadas del bosque. Entonces, se acercó al pie del roble donde normalmente
escribía y cogió una hoja húmeda del suelo, y la mostró a los elfos.
-Esto
podría servirnos, ¿no?
-Sí,
creo que sí -confirmó Lúinwe- Pero tal vez no baste con una. Hay que coger más.
-¡Muy bien! -añadió
Séregon- Haremos un ramillete.
Los
tres muchachos se pusieron a recoger hojas secas y húmedas de todos los tonos,
tamaños y formas, y las juntaron después en un ramillete que ataron con un
trozo flexible de rama.
-Creo
que para la vista es lo adecuado. -afirmó Séregon, sin ninguna sorna esta vez.
En ese momento, Lúinwe anunció que iba a darle el ramillete a los elfos que
habían presidido, que fuesen buscando la última esencia. Cuando se quedaron
solos, los dos se sentaron bajo el roble. Lisandro se puso a pensar en cómo
atrapar un olor, y en qué olor tenía el otoño. Entonces Séregon le dijo de
repente:
-Oye, escritorc... -Lisandro la miró enfadado- estooo,
Lisandro, ¿Por qué te molesta tanto que te coja la libreta?
-A
ver, ¿cómo te sentirías
tú si una salvaje impulsiva a la que no conoces de nada te quita el bloc de repente?
-¿Yo soy una
salvaje impulsiva?
Lisandro
titubeó un poco.
-Sí
-respondió. Y miró a la elfa, a la que no parecía molestarle en absoluto.
-¿Escribes en esa
libreta?
Lisandro
arrugó la nariz. Aquella conversación ya la conocía.
-Sí.
-¿Y qué escribes?
-No
quiero hablar de eso.
-¿Por qué? ¿Acaso no te gusta
lo que escribes?
-Sí
me gusta. Lo que pasa es que... -Lisandró pensó- Es que, bueno... Me... me
da... vergüenza. Vergüenza, sí, hasta miedo... de... de que lo que escriba...
no guste o... o parezca ridículo, incluso tonto. A veces, me parece mejor que
nadie se entere. Sí. Es por eso.
Se
quedó callado un momento.
-También
me pone de mal humor hablar de esto. Y hablar de mi mal humor, también.
-Creo
que eso es por la Rueda.
-¿Eh?
-¡Sí! Cuando la Rueda de los Días se
desequilibra y hace que unas estaciones se alarguen y otras se adelanten, hay
personas que lo notan, y lo notan perdiendo la noción del tiempo, mareándose al
oír alusiones a él, incluso notando cómo las estaciones tardan o se adelantan,
o, como es tu caso.... con malos humos.
-¿Y cuándo se me
pasará?
-Cuando
se reestabilice el Otoño.
En
ese momento, Lúinwe apareció entre los árboles.
-Ellos
dicen que está bien. Que vayamos.
Estaban
de nuevo en aquel claro, y Lisandro volvía a estar sentado en la banqueta. De
nuevo, presidían los mismos elfos.
-Dos
de las esencias ya han sido encontradas -anunció el elfo.
-Tan
sólo queda una, la del olor, y temo que nosotros no podremos atraparla sin
ayuda. -añadió la elfa.
Lúinwe
y Séregon miraron a Lisandro.
-Necesitamos
a alguien que sepa atrapar cosas intangibles, como, en este caso, el olor.
Lisandro
se preguntaba qué clase de ayuda sería esa. Y miró al resto de elfos,
intentando adivinar quién podría hacer algo.
-Acabamos
de enviar un mensaje -anunció de nuevo la elfa.- Y ya está aquí la respuesta.
Las hadas nos echarán una mano.
Hubo
un ligero murmullo de aprobación.
-Las
hadas -continuó el elfo- están al llegar. Traerán algo con lo que podremos
atrapar la esencia del olor.
Y
entonces de entre las hojas, por el aire, incluso de debajo de los árboles y
las piedras salieron las hadas; algunas pequeñas, otras más grandes, e incluso
algunas de tamaño humano. Lisandro miraba en todas direcciones, intentando
verlas a todas bien. Entonces, detrás de un árbol, creyó vislumbrar una chica
con el pelo castaño ondulado. Se fijó mejor y se levantó un poco, pero no vio
nada más. Volvió a mirar a las hadas que había en el claro. El elfo habló de
nuevo:
-Las
hadas nos han traído unos frascos mágicos con los que (de alguna manera)
podremos atrapar el olor del otoño.
Varias
hadas diminutas llevaron unos frascos redondos volando, y los entregaron a
algunos de los elfos. Un hada de color violeta depositó uno en las manos de
Lisandro.
-Lo
que debéis hacer con estos frascos- explicó la elfa que presidía- Es correr con
ellos con la abertura hacia delante en un sitio donde se encuentre el olor del
otoño.
“¿A qué huele el
otoño?” pensó Lisandro
otra vez.
-Bien
-zanjó el elfo- Ya podéis marcharos. -uno de los elfos levantó un brazo- Eso es
todo. Avisadnos cuando lo tengáis
Las
hadas se retiraron por y como habían venido, y todos los elfos se levantaron.
Lisandro se quedó sentado, pensando en el olor del otoño. ¿A qué olía el
otoño? Respiró el aire de aquel bosque. Olía a tierra húmeda, a hojas secas, a
madera y, allí mismo, olía también un poco a las castañas asadas que habían
llevado Lúinwe y Séregon. Olía a Otoño. Lisandro levantó la cabeza, y vio que
no había nadie. Destapó su frasco y lo levantó sobre su cabeza, y se puso a
correr por el claro y un poco también por fuera de él. Al cabo de unos minutos,
paró de correr, bajó el frasco y lo tapó en seguida.
-Eeh...
¡Elfos! ¡Lúinwe! ¡Séregon! ¡Ya lo tengo! ¿Dónde estáis?
-Aquí
-respondió Séregon, saliendo súbitamente de detrás de un árbol- Ya lo tienes.
Vaya, qué rapidez.
-Tendremos
que esperar a mañana. No creo que les haga mucha gracia volverse a reunir
cuando acaban de disolver la reunión. -dijo Lúinwe.
-Ma-mañana
es el Equinoccio -recordó Lisandro.
Al
día siguiente, volvieron a reunirse en el claro, incluido Lisandro. Todos
entregaron su frasco a los elfos presidentes. Y los elfos los fueron revisando,
observándolos a contraluz, hasta que finalmente escogieron uno. Lisandro no
sabía si sería el suyo, pero se alegró de haber aportado algo. Entonces, los
dos elfos juntaron todas las esencias y las fundieron, usando su magia, en algo
parecido a un vientecillo de color dorado, naranja y marrón.
Lisandro
se despidió hasta pronto de Lúinwe y Séregon, y volvió más tranquilo a su casa.
El Otoño, al fin, estaba en su sitio, y ya no tendría más círculos viciosos
malhumorados, al menos en un tiempo. Pero él aún tenía que hacer algo más. Se
sentó en su escritorio y empezó a escribir hasta que anocheció. Y aquella
noche, aunque llovió, durmió mucho mejor.
Al
día siguiente, a la salida del instituto, Lisandro buscó a Sylvia. Estaba en
una esquina, y corrió a alcanzarla.
-Sylvia
-la saludó. Ella se ensombreció un poco al verlo- E-escucha. Vengo a peeedirte
perdón por-por.... por tratarte mal el otro día. Es... es que ese día estaba de
muy mal humor, pero tú no tenías la culpa, no, para nada... A-además no me
gusta hablar de lo que escribo... es que... es que me da... me da un poco de
vergüenza.
-Pero
si tú escribes muy bien, Lisandro -respondió ella.
-Bueno,
pero tú sólo has leído un par de cosas...
-Sí,
también es verdad...
-Te
he traído una cosa... Ya sabes, para compensarte...
-No
hace falta, Lisandro, yo te perdono -y le dio un abrazo.
-Aun
así me gustaría que lo tuvieras -le dijo él. Y le pasó un sobre verde con
ribetes de hojas de distintas formas.- Hasta mañana.
Lisandro
se alejó, pero se giró para ver cómo Sylvia abría el sobre y sacab unos papeles
de él, y los leía. Su sonrisa (y la de Lisandro) se iluminó al leer el título: La princesa Sylvia. Y las primeras
líneas: En un pequeño claro en el bosque
tenía su castillo en el interior de un roble la diminuta pero hermosa princesa,
de nombre Sylvia...